Yo también fui a E.G.B.

Opinión 

Yo también fui a E.G.B.
Staff Writer

Netflix acaba de estrenar Chef’s table: La flor y nata, cuatro capítulos dedicados a cuatro cocineros de reconocida fama mundial. El primero está protagonizado por Jamie Oliver, un superdotado de la comunicación gastronómica que es venerado en su país por haber revolucionado la cocina de las casas británicas y los menús escolares. Tras recordar lo que comía en la escuela y visitar algunos centros educativos a principios de la década del 2000 para conocer de facto lo que comían los alumnos, Oliver decidió iniciar Feed me Better, una campaña que cambiaría el concepto del menú escolar en Gran Bretaña y guarecería los devastados estómagos de los alumnos. Desaparecida la comida basura, la campaña surgió efecto, y los niños británicos tienen hoy en día una dieta basada en una alimentación sana y equilibrada.

La campaña emprendida por Oliver llevaba años puesta en práctica en España. Es importante decir que comparar la cultura culinaria de España con la de Gran Bretaña es un ejercicio innecesario por absurdo, una razón de peso para dar un gran valor a la labor ejercida por el cocinero británico. En los actuales comedores escolares españoles, los alumnos comen bien y, en algunos casos, mejor que en casa. Como todo buen país occidental, hay familias pobres que fían la buena alimentación de sus hijos a los desayunos y los almuerzos que les ofrecen en las escuelas.

Yo nací en Barcelona en 1966 y mi recuerdo del comedor escolar sería motivo suficiente para declararme en huelga de hambre. Y si me remonto a cuando iba a E.G.B, las evocaciones van de lo espeluznante a lo terrible, aunque, como le dije a un amigo, considero que lo único que no se puede comer es lo que está podrido. Nuestra comida escolar no estaba podrida, pero olía a fritanga, con unas barritas preparadas con un pescado que parecía haber sido extraído de un pozo muerto. No es un secreto que los platos precocinados era el pan nuestro de cada día.

Y así crecimos, como habían crecido nuestros padres, por cierto, en unas condiciones mucho peores, inmersos en una posguerra dónde el racionamiento evitaba la muerte por hambruna, pero no unas carencias alimenticias tan negras como el pan.

Detalle de una de las bandejas de la comida en el comedor del CEIP Juan Ramón Jiménez. A 10 de septiembre de 2024, en Sevilla (Andalucía, España). El presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno, preside el acto de apertura del curso escolar 2024-2025 en el colegio Juan Ramón Jiménez.

Un comedor escolar 

María José López - Europa Press / Europa Press

En mis años escolares, la buena alimentación era vista como un lujo y la comida sana y equilibrada en el ámbito escolar formaba parte de un mundo ficticio, impensable en una sociedad acostumbrada a no pensar por su cuenta. Y el almuerzo escolar era considerado como un lapso temporal, como si el niño o la niña fueran un coche en una gasolinera. Para el Estado, ya estaban las familias para alimentar correctamente a sus vástagos.

Tardé años en superar algunos traumas alimentarios surgidos en la escuela. El rigor con el que nos vigilaban los guardianes del comedor era casi penitenciario. A mí me pillaron tirando unos restos de salsa de tomate y me obligaron a comer un plato sopero lleno de ese jugo que sabía a lata recalentada. Con el cubo de basura situado en el centro neurálgico del comedor, tirar la comida antes de que te pillaran se convirtió en un juego gastronómicamente de riesgo y el éxito dependía de la habilidad del alumno.

Así eran esos tiempos, en los que, por cierto, la bollería industrial era considerada un premio a la buena conducta cuando salías del colegio. Si te habías portado bien, quizás tus padres te compraban un Bony, un Tigreton o un Pantera Rosa. Pura bazofia calórica que nos parecía manjar de reyes, barato, eso sí, para unos padres ciegos en un país ciego en el campo de la alimentación escolar.

En España, no se quién fue nuestro Jamie Oliver, o si fueron muchos los ideólogos del cambio, pero en un país que se comía tan bien, era un delito que los alumnos comieran tan mal. No creo que la composición de los menús haya variado mucho, pero la calidad de los productos y la manera de cocinarlos ha convertido el almuerzo escolar en un intermedio suficientemente placentero para entrar al comedor con hambre.

Y si los alumnos actuales se pueden considerar personas nutricionalmente privilegiadas, otra cosa son ciertos padres woke que están llevando hasta el paroxismo su ideología ecofriendly hasta los comedores escolares. Sus obsesiones nutricionalmente intolerantes, que se las guarden para su vida privada. Por suerte, los menús escolares son mucho más equilibrados que sus fanáticas mentes.

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