El desaparecido analista cultural Martín Cue (Gijón, 1969-2009) definió —o citó una definición de— Star trek como “películas de submarinos con gente en esquijama”. El filósofo y escritor Jon Juaristi, en sus clases de literatura, solía decir que la diferencia entre el romance folletinesco y la novela moderna es la misma que la que hay entre la space opera y la ciencia ficción, y concretaba: “Lo que hay de Star Wars a Blade Runner”. Pero cuando se le preguntaba por Star trek torcía el gesto e improvisaba una boutade, de las que siempre ha sido modélico creador, emparentando la creación de Gene Roddenberry con el culebrón venezolano, pongamos por caso. Hoy llega a la cartelera la decimotercera entrega: Star trek. Más allá , dirigida por Justin Lin ( Fast & Furious) yprotagonizada por Chris Pine y Zachary Quinto. El guion es de Doug Jung y Simon Pegg, quien interpreta a uno de los personajes.
Star trek, cuyas paradojas siempre han dado para mucha chanza –por ejemplo, jamás ha habido nave con más pasillos, puertas y ascensores que el USS Enterprise, a pesar de gozar de un eficaz teletransportador, de modo que resulta más fácil y rápido (y a menudo, también más seguro) viajar a los confines del universo con el motor de curvatura que ir del puente a la enfermería–, siempre se ha ajustado más al drama subacuático que a la aventura de piratas, pero no de buen grado: los rigores presupuestarios de una serie de televisión de los años sesenta invitaban a limitar las excursiones del capitán Kirk y sus amigos fuera del decorado del puente de mando del Enterprise, así que una pantalla frontal narraba la acción mientras la tripulación se caía al suelo o sobre sus consolas, porque la gerencia de la Flota Estelar nunca ha sido generosa en la provisión de cinturones de seguridad o de un sistema de gravedad artificial fiable que no sucumbiera a los cañonazos enemigos.
La space opera es pura aventura, con todo lo que supone de exploración y descubrimiento –y, para audiencias entrenadas, de exigente sense of wonder–, es decir requiere generosidad presupuestaria, de modo que las andanzas de la tripulación del Enterprise, para convertirse en lo que genuinamente debieron ser, tuvieron que esperar a su salto al cine en 1979, impulsado por el éxito previo de La guerra de las galaxias (1977).
Otra cosa es que el resultado de la película de Robert Wise –titulada así, Star trek - La película–, quizá por distanciarse del referente lucasiano, resultara seriote y acabara más cerca de la ciencia ficción pura, o de una oscura relectura de El mago de Oz (incluso de El corazón de las tinieblas) que de la aventura romántica decimonónica.
Sin embargo, las nueve películas de las sagas de Kirk y Pickard, así como las sucesivas y sincrónicas series televisivas, fueron reafirmando la centralidad del puente de mando de la nave como gran escenario dramático, icono principal y emblema de Star trek, su genuino rasgo de personalidad, alejando la serie del cine de piratas, que, a priori, era su enclave natural, y en beneficio de la definición de Martin Cue. Por decirlo en román paladino, cualquier título de Star trek anterior a la revolucionaria irrupción de J.J. Abrams se parece más a La caza del octubre rojo (1990), de John McTiernan, que a Master and commander: Al otro lado del mundo (2003), de Peter Weir.
Y entonces llegó Abrams con el cometido de reflotar una serie con innegables síntomas de fatiga, casi de senectud. Es bien conocido que el creador de Perdidos siempre había sido un devoto de la genuina space opera definida por George Lucas –devoción para la que ganó su jubileo dirigiendo Star Wars. Episodio VII: El despertar de la fuerza (2015)– de modo que cuando cayó en sus manos la creación de Goddenberry decidió impugnar el modelo de drama sumergible, reescribió el origen de los personajes y decidió empezar de cero dotando a la franquicia de todo aquello que no había tenido y que debía garantizar su viabilidad futura: efectos especiales de primer orden, múltiples localizaciones planetarias a cual más extraña y vertiginosas escenas de acción alejadas de los confortables sofás del puente del Enterprise. Los nuevos Kirk, Spock, Scott, Uhura, McCoy, Sulu y Chekov ya no podrían lucir tripita para enfrentarse con solvencia a lo venidero. Decidió convertir el submarino en galeón surcando los siete mares cósmicos, potenciar el encuentro con civilizaciones extrañas de dudosas intenciones y, en fin, consumar el modelo de una Federación que replica en clave pacifista el modelo colonial de la era de las grandes exploraciones de las potencias europeas, singularmente de la corona británica.
Star trek (2009) y Star trek: En la oscuridad (2013), las dos películas dirigidas por J. J. Abrams, marcaron un surco profundo del que no se ha salido Justin Lin, director de la nueva entrega, si bien el guion firmado por el también actor Simon Pegg reproduce una estructura de marcada esencia clásica, desde el punto de vista de la ortodoxia trekkie: una aparente misión rutinaria de rescate en la frontera se revela como una trampa y el encuentro con una belicosa nueva especie que pondrá en serios aprietos a la tripulación del Enterprise. ¿Dónde queda entonces el legado de Abrams?
No está en el qué, sino en el cómo: en la acción vertiginosa, los efectos especiales, el descubrimiento de mundos extraños y maravillosos de amplio horizonte y en la apabullante ausencia de tiempos muertos. En el pase para fans de Star trek: Más allá, realizado hace unas semanas por Paramount en Madrid, los trekkies aplaudían a rabiar en las escenas de acción o en las cariñosas referencias a la mitología previa. Tal vez porque este tándem Lin & Pegg ha materializado sin querer una reconciliación expresa entre el mundo trekkie pre y post Abrams, ha convertido al USS Enterprise en el bajel que siempre debió ser y lo ha dejado encarado a un horizonte prometedor de descomunales tormentas, navíos fantasma e islas llenas de indígenas pendencieros; un horizonte de aventuras. En esquijama, claro.
