Queridos Reyes Magos. Sé que andáis enfrascados con los preparativos del operativo para repartir alegría. Me arriesgo a ser egoísta en un momento de altruismo general y a abusar de la confianza de los lectores. Si tenéis un minuto, os ruego que leáis esta carta. Hace veinticinco días, perdí la voz. Los tres otorrinolaringólogos que he visitado —medicina privada; la pública sigue colapsada— coinciden en el diagnóstico: laringitis aguda. De los tres, dos creen que, como soy hipertenso y diabético (2), mejor no medicarme con cortisona. El otro, en cambio, propone un corticoide inyectable de absorción lenta solo si lo autoriza la endocrinóloga que me controla la diabetes. La endocrinóloga, sin embargo, me dice que el tratamiento hará subir el azúcar y la presión y que debo tener mucho cuidado. Asustado, decido esperar aplicando un razonamiento de fabricación casera: si he perdido la voz sin perspectivas de recuperarla, solo faltaría que, a consecuencia de los efectos secundarios de la inyección, perdiera otras aptitudes.
Pasan los días. Como si se inspirara en la canción de Raimon, cuando creo que la afonía mejora, vuelve a empeorar. He practicado todas las formas posibles de silencio y puedo afirmar que Píndaro se equivocaba cuando decía que el silencio es el grado más elevado de sabiduría. También he escuchado con atención los consejos de abuelas, curanderos o tutoriales de YouTube que la buena gente me ha hecho llegar (las míticas pastillas de cloruro de potasa que tomaba Constantino Romero o las gárgaras de infusión de ajo trinchado que me ha recomendado el amigo Jordi Beltran). Tengo días de desánimo, lo admito. Días en los que llego a la conclusión de que la afonía debe ser un castigo por haber hablado demasiado o por ser un bocazas.
¿Y si la afonía fuera un castigo por hablar demasiado o, a veces, ser un bocazas?
Majestades: sé que, además de magos, sois sabios y seguro que estáis suscritos a la edición (papel, digital o mágica) de La Vanguardia . No se me ocurre otro modo de contactar con vosotros, y ojalá tengáis alguna idea que me ayude a encontrar una solución. Mientras tanto, he anulado los compromisos profesionales (radio, tele) y el otro día tuve que posponer —sine die— una conversación prometedora con un político que quería hablar conmigo. Sigo buscando opiniones expertas porque no me resigno a lo que me dijo uno de los médicos que, amablemente, me han atendido. Le pregunté qué puede hacer un hipertenso diabético (2) si sufre una afonía severa, y el médico se encogió compasivamente de hombros como si me estuviera diciendo: “Fastidiarse”. Queridos Reyes Magos: no me traigáis ni calcetines, ni calzoncillos, ni velas aromatizadas. Solo os pido que, si está en vuestras manos, me ayudéis a recuperar la voz. A cambio, os prometo que, en la cabalgata, no me abriré paso a empujones y golpes de paraguas para acaparar caramelos como un energúmeno ni contribuiré a divulgar la fake news según la cual los Reyes son los padres.