Una experiencia comunitaria

En el momento de recibir uno de los cuatro Oscar que ganó por dirigir, montar, producir y escribir la película Anora , el cineasta Sean Baker hizo una apología del cine como escenario de una liturgia compartida. Definió este ritual como una “experiencia comunitaria” y defendió esa mezcla de anonimatos que, a oscuras, coinciden para emocionarse, divertirse, asustarse o aburrirse juntos.

El discurso de Baker se inscribe en la tradición de, por instinto de supervivencia, reivindicar los cines en un momento en el que la venta de entradas baja y se imponen alternativas domésticas de visionado particular perfectamente legítimas. La mitología de la sala nace, sobre todo, de la exclusividad de un invento que durante décadas no tuvo competencia. La llegada del vídeo alteró este monopolio, y el advenimiento del streaming y la irrupción de las grandes plataformas audiovisuales en la producción y distribución de películas ha acabado de herir, ya veremos si de muerte, el romanticismo cinemaparadisíaco de las salas.

El cineasta Sean Baker hizo una apología del cine como escenario de una liturgia compartida

Pertenezco a una generación de usuarios del cine educados en la grandeza aleatoria de un espectáculo popular y de precio asequible, pero, sobre todo, en la utilidad del templo como refugio. Tuve la suerte de vivir la época en la que las salas se abrían por la mañana y se cerraban de madrugada. Sin solución de continuidad, el templo se convertía en una especie de centro de día encubierto.

 Mi padre contaba que, durante la época más dura del antifranquismo clandestino, los cines eran un lugar ideal para pasar horas sin levantar sospechas. Yo mismo me refugié allí cuando, malgastando estúpidamente el privilegio de ir al instituto, me hice asiduo de una ruta que pasaba por las sesiones continuas del Savoy y el Galerías Condal.

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Sean Baker sostiene los Óscars de su película Anora 

ANGELA WEISS / AFP

Entiendo el mensaje combativo que transmite Sean Baker. Aunque, como usuario crónico, también confieso que celebro cuando llego a un cine y constato que hay muy pocos espectadores. En determinadas películas, los há­bitos de las nuevas generaciones con­firman que les ha tocado vivir una edu­cación audiovisual fragmentada, permisiva, adicta a las interrupciones, a las consultas a los móviles, y a una voracidad palomitera que nada tiene que ver con la exquisita discreción con la que me zampaba los bocadillos que me preparaba la tía Eloisa cuando me llevaba al Nápoles, al Niza o al Versalles. 

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Y, con íntima emoción, también celebro cuando, en una sala llena, el silencio y el respeto por la película dignifican esa idea de experiencia comunitaria. Me pasó el martes en una sesión de Tardes de soledad , de Albert Serra, en la sala 4 del Verdi. Dos horas de atención adulta y de concentración en un documental que explica muy bien el universo torero –sobre todo el apoyo palmero de los miembros de la cuadrilla– y que, como suele suceder con las películas de Serra, te obliga a no manifestar si te gusta o no hasta que no llegas al final.

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