Familiares y amigos han despedido a Joan de Sagarra a ritmo de 'rumba'. El funeral, celebrado esta mañana en el tanatorio Sancho de Ávila de Barcelona, ha sido un homenaje a la independencia y calidad literaria de su periodismo.
Sagarra falleció la noche del pasado día 9 en un centro sociosanitario mientras dormía. Tenía 87 años. Durante la ceremonia, de marcado carácter laico y reivindicativo del mejor periodismo, su nieta Agomar recordó todo lo que le había enseñado, los libros leídos y las películas que vieron juntos, además de la banda sonora francesa que amenizó su convivencia durante más de cuatro años.
“Si algo me deja mi abuelo son ganas de vivir”, dijo Agomar, de 24 años. Ganas, por ejemplo, de ir a Nápoles, ciudad que no ha visitado pero que ya conoce gracias a él. “Cuando vaya me tomaré un negroni y buscaré las claves del Gatopardo, como él me enseñó”, dijo.
Al funeral no asistió ninguna autoridad pública. A pesar de que Sagarra había sido el impulsor del Festival Grec, acompañó el nacimiento del Teatre Lliure y fue premio de periodismo Ciutat de Barcelona, premio nacional de periodismo de Catalunya y medalla de oro al mérito cultural del Ayuntamiento de Barcelona, al tanatorio no llegó ninguna corona de flores ni ningún representante de estas instituciones. El Teatre Nacional de Catalunya sí que envió una corona.
Montse Porta, dueña de la libreía Jaimes especializada en literatura francesa, recordó cómo a Sagarra no se le podía recomendar nada, pero que, conociendo sus gustos, se podían dejar libros dispuestos al azar en los mostradores para que los cogiera él mismo. “Solía venir los sábados por la mañana y siempre se llevaba lo que había seleccionado para él”, dijo.
Eugeni Madueño, el periodista que le propuso escribir en La Vanguardia cuando dejó El País, recordó cómo se reunían los miércoles para almorzar en Casa Leopoldo, un afamado restaurante del Raval, que hoy no vive ni siquiera del recuerdo de lo que fue.
Madueño reivindicó el periodismo de calle y proximidad que ejercitaba Sagarra, aquel tan cercano al lector y al ciudadano que “los diarios ya no hacen porque no pueden pagar a los periodistas para que pisen la calle”.
El gran valor literario de las crónicas de Sagarra, dijo Madueño, pertenecen a una época pasada, sepultada por un periodismo que, según su opinión, hoy prima el entretenimiento por encima de la calidad de las informaciones.
La maestría de Sagarra está concentrada en sus rumbas, artículos cortos y muy vivos, escritos a contracorriente, con humor, ironía y ciertas dosis de cinismo. Víctor-M. Amela y Xavier Mas de Xaxàs leyeron un par.
En Can kistch -la que leyó Amela-, Sagarra llega a la médula del carácter catalán repasando las postales que se exhiben en un estanco al que he entrado a comprar un paquete de Celtas con filtro. Estas postales las acaba comparando con las canciones de Joan Manuel Serrat, “una natura para gentes de pisito, de piset, un piset de renta limitada, con una terracita en la que el palmón se inclina católicamente frente a la farigola, el lirio de san Antonio o la bombona de butano”.
Mas de Xaxàs leyó la rumba que Sagarra dedicó al Jazz-Colón, una disco en la parte baja de la Rambla donde, en 1968, “se destilaba una bestialidad químicamente pura”. Allí, los gitanos de Montjuïc se mezclaban con planchistas, dependientas de grandes almacenes y “una niña que estudia taquigrafía y se pirra por ir a Formentera”. En la pista del Colón aparece hasta Teresa Serrat, el personaje que creó Juan Marsé, “siempre emperrada en almorzar gato por liebre”.
La dicotomía entre las Barcelonas alta y baja, Sagarra la resuelve con el sentido del tráfico en la calle Tuset: “La dirección única de la calle Tuset debería colocarse en sentido contrario, es decir, hacia el mar, a la búsqueda de esa Barcelona de la mentira barata y tal vez por eso, por mentirosa y barata, más auténtica”.
Si al principio del funeral sonó La Paloma -la habanera que el propio Sagarra cantó de memoria pocos días antes de morir- y luego se pudo escuchar a Ovidi Montllor cantando Vinyes verdes, el broche final fue para la mítica Et maintenant, de Gilbert Bécaud, canción que termina con una confesión que es como un epitafio: “En el momento del adiós, realmente no me queda nada por hacer”.