'El viaje inútil' de Camila Sosa Villada

Un fragmento del nuevo libro de la autora argentina en Tusquets, un relato autobiográfico que cuenta su paso de la prostitución a la literatura

foto XAVIER CERVERA 07/06/2022 Camila Sosa Villada (La Falda (Cordoba) Argentina, 28 de enero de 1982) es una escritora y actriz transgénero argentina Su novela Las malas (2019), sobre un grupo de travestis que ejercen la prostitución callejera la catapultó a la fama y la estableció como una de las escritoras más originales de la literatura argentina contemporánea. La novela se convirtió en un éxito de crítica, público y ventas y fue traducida a los idiomas francés, inglés, alemán y croata, entre otros, además de ganar numerosos premios literarios. (retratada en la vanguardia, barcelona)

Camila Sosa Villada, fotografiada en el 2022 en Barcelona 

Xavier Cervera / Propias

Un recuerdo muy antiguo. Lo primero que escribo en mi vida es mi nombre de varón. Aprendo una pequeña parte de mí. Estoy sentada en la falda de mi papá, tengo una caja de lápices de colores, un cuaderno Gloria de color anaranjado y mi papá toma mi puño y me enseña a usar el lápiz. También lo ha hecho con los cubiertos y con los vasos. Me enseña a agarrar correctamente las cosas. Una vez que aprendo a escribir las vocales y hago los primeros garabatos sobre las hojas, redobla la apuesta y me enseña a escribir mi nombre: mi primer nombre, Cristian Omar Sosa Villada. Y luego todo el abecedario y luego los números, del uno al diez. Tiene un método preciso, letra por letra, en cursiva y en imprenta. Esta comunicación nuestra es lo que viene a confirmar, luego de tanta separación y distancia, que algo nos unió en ese momento y nos hizo felices a ambos: enseñarme a escribir.

Este período de aprendizaje junto a mi papá es lo que me dice «no siempre hubo guerra entre ustedes». Hubo amor. Nos reímos juntos.

Enseñarme a escribir es el gesto de amor que mi papá tiene para mí.

Cuando yo anticipaba una respuesta o lo sorprendían mis avances respecto a la escritura, él daba saltos de alegría. Tengo cuatro años para siempre en ese instante, sentada en su falda, inclinada sobre los renglones del cuaderno descubriendo los inicios de la escritura.

Él me prepara para vivir.

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Encuentra similitudes entre su lenguaje y el mío para poder explicarme mejor las cosas. La letra «a» se parece a tal objeto. La letra «b» a tal otro. Esta letra que parece tan difícil casi no se usa. Pero se parece a esto. Recuerdo que el 2 se parece a un patito. El 1 es un palito. El 4 una silla al revés. Tengo muchos cuadernos donde escribo todo lo que mi papá me enseña. Siempre al llegar del trabajo, o de visita cuando se escapa de su otra familia, tiene ese gesto de amor. Yo aprendo rápido.

También es un gesto que deja afuera de nuestro vínculo a mi mamá. Por única vez tenemos un espacio que no necesita intermediarios. Eso no sucederá nunca más entre nosotros.

La escritura nace de ese momento. El deseo de escribir encuentra que soy fértil, que soy una hembra viable para incubarlo, pone sus huevos y yo lo cargo dentro de mí como una madre.

Ahora se presenta la oportunidad de escribir ese momento, el del origen de mi escritura. Es la imagen de un padre con su cría, ocupándose de ella, protegiéndola del analfabetismo, del no saber leer — que debe ser de las cosas más tristes del mundo—. Cuando comienzo el jardín de infantes no es necesario que las maestras me enseñen a leer y escribir, yo llego a la escuela con un privilegio: mi papá se ocupó de enseñarme antes.

Partimos de ese gesto de amor y terminamos muy lejos el uno del otro. Yo acabo por ser todo lo que mi papá nunca hubiera querido para un hijo. Una vez que aprendo a leer y a escribir, ese recuerdo se borra bajo las ruinas que deja la violencia, el alcoholismo, la indiferencia y la soledad que experimento desde que nazco hasta que me voy de mi casa, a los dieciocho años. Entiendo que ese conocimiento de nuestro cariño, allá en mi infancia, es una revancha para nuestra historia.

Una hija travesti, escritora, un monstruo de ese tamaño, retorcido de sí mismo, prisionero del mundo, siempre proclive a caer en pozos cada vez más hondos, un animal plañidero, solitario...”

Saber que estuvimos tan cerca, afanados en algo tan hermoso como aprender a escribir mi nombre en un papel, me causa una felicidad que no puedo soportar. Como decía Borges, siempre exageramos las felicidades perdidas.

Ahora que la escritura me ofrece su espacio para hablar sobre esto, digo que fue un regalo, que mis papás me dieron la escritura. Otro padre le regala a su hijo una pelota, un animal, un televisor en su cuarto, pero él me regaló la posibilidad de escribir.

No sé si dimensionó alguna vez que eso podía acabar en el hecho de tener un hijo escritor. No sé cuánta ingenuidad hubo en su enseñanza. También digo que para un padre no debe existir cosa más horrible que tener un hijo escritor. Ese oficio inútil e inexplicable que un hijo elige para sí, como destino, en las narices de sus padres, echándoles a la cara la costumbre de la soledad, del distanciamiento. No, no es tan sólo la decepción que un padre experimenta al ver que su hijo no se convierte en una versión mejorada de él mismo, es todo el prejuicio alrededor de un escritor, que al fin y al cabo es el mismo prejuicio que existe sobre una travesti. No creo que mi papá haya pensado ni por un segundo que me daba la llave de la escritura. Una hija travesti, escritora, un monstruo de ese tamaño, retorcido de sí mismo, prisionero del mundo, siempre proclive a caer en pozos cada vez más hondos, un animal plañidero, solitario, siempre con ganas de rebelarse hasta contra los vientos a favor. Hay que tener una templanza de oro para ser padres de sujetos así, como yo.

En este sentido, compadezco a mis padres.

Mi papá nos había llevado a vivir a mi mamá y a mí a un pueblo llamado Los Sauces. En aquel entonces la perspectiva de vivir en un pueblo como ese era deprimente. Hoy también lo es. Hasta entonces, habíamos vivido mi mamá y yo en el garaje de la casa de mi abuela, en una ciudad medianamente grande como Córdoba. Y de repente, mi papá había vuelto a buscarnos después de estar desaparecido muchos meses y nos había llevado hasta allá, a un pueblo clavado entre San Marcos Sierras y Cruz del Eje, lejos de todo lo que conocíamos, con mil infortunios a los que acostumbrarnos. Vivir en el campo, tan lejos del cine, tan lejos de las librerías, de las heladerías, del centro, de los otros. Vivir sin luz eléctrica, sin agua corriente, sin los ruidos de la ciudad que quiebran el silencio, sin amistades, con toda esa naturaleza reinando a nuestro alrededor y nosotras, mi mamá y yo, con miedo de todo. De los murciélagos, de los aullidos que nunca habíamos oído antes, de la proximidad del monte lleno de promesas y peligros.

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La escritora argentina Camila Sosa Villada 

Terceros

Mi papá ponía trampas a los gatos del monte y los zorros que nos mataban las gallinas, y aun así dormíamos cada noche con miedo de ser comidas por el mundo salvaje que nos rodeaba. En las trampas nunca cayeron ni los gatos del monte ni los zorros, pero sí una nutria. Una nutria a la que bautizamos Coca y que se quedó con nosotros, como una mascota. Creció, engordó, se curó de su pata lastimada por la trampa y luego volvió a su reino de nutrias en el arroyo. Ese arroyo que pasaba justo por nuestro patio, nunca vi algo más hermoso que el berro de su orilla.

Las víboras venían a cambiar su piel en la galería de la casa.

Los techos eran de madera y los murciélagos anidaban como dueños y señores sobre nuestras cabezas.

Las vinchucas se paseaban sobre nuestras ropas.

Y mi mamá estaba muy triste.

Tenía veintisiete años.

Ahora que lo pienso, nadie con veintisiete años debería aceptar ser parte de un abandono tan feroz. Pero ella lo aceptó, aceptó el abandono de mi papá, aceptó ser abandonada y ahí estábamos.

Esa vida duró dos años nada más, pero en esos dos años yo sentí cómo comenzaba a abrirse en mí la herida de vivir, con muchísimo vigor.

Esto que escribo es para andar un rato con los pies untados en sal sobre esa herida.

Llega a mí en forma de cuentos infantiles. Uno más importante que otro. Son muchísimos. Cada vez que se presenta la ocasión mi mamá me regala un libro de cuentos infantiles. Conozco todos los clásicos. Ella se acuesta a mi lado y los lee. Con su uña larga y pintada de rojo, con el esmalte saltado de tanto lavar ropa, de tanto lavar platos, de tanto limpiar la casa y cocinar, me señala lo que va leyendo. Así la lectura se mete en mi cabeza, sin aviso, sin decirlo. Es imposible disociar el aprendizaje de la lectura sin esa uña de esmalte saltado que va recorriendo palabra por palabra. ¿Y por qué una letra es distinta a otra? ¿Y por qué esta letra «a» es distinta de esa letra «a»? Ella todo lo explica. Cuando no hay dinero para libros, inventa el cuento del gatito blanco que desobedeció a su madre y los basureros lo confundieron con una bolsa blanca de basura. Su madre tiene que rescatarlo del basurero. El gato se llama Moñito.

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Un día mi mamá hace una apuesta mayor y me regala una biblia para niños. Un libro enorme y pesado con las letras muy grandes y unos dibujos maravillosos. Usa el mismo método para leérmela. Se acuesta a mi lado y con su dedo va señalando cada palabra que me lee. Así terminamos el libro en poco tiempo. Yo admiro a Jesús por su templanza y su bondad. Tengo cinco años. Vivimos en Los Sauces y todo parece lejano. Nos han olvidado todos, incluso mi papá.

Tan lejos estamos con mi mamá que nos acostumbramos a ser dos campesinas. Ella se entretiene leyendo historietas y novelas rosas que le presta la vecina. Como no tenemos luz, leemos con velas. Podemos pasarnos horas leyendo una al lado de la otra.

Un día sucede. Es un día milagroso para las dos. Ella está lavando ropa, en la galería del caserón de piedra y adobe en la que sobrevivimos. Yo estoy al fondo de la galería entretenida con la biblia de los niños leída una y otra vez por mi mamá, para mí, y de repente abro la boca y empiezan a correr las palabras. Lo hago en voz alta, como todos los niños que aprenden a leer, con muchísima torpeza, como los primeros pasos. Leo sin saberlo. Simplemente sigo mi cuerpo. Mi mamá se da vuelta sorprendida como si hubiera visto un fantasma. Desde lejos, encima de los fuentones, con sus guantes de goma todavía puestos me pregunta qué estoy haciendo. La miro, sin poder responderle. ¿Estás leyendo?, me pregunta. Pero yo no puedo afirmar ni negar. No sé lo que estoy haciendo. ¿Estás leyendo, hijo? Me pregunta otra vez y se me acerca, espía sobre mi hombro y me pide que continúe lo que estoy haciendo. ¡Estás leyendo! Grita. Me besa, me alza, se emociona. ¡Estás leyendo!, vuelve a gritar.

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