He recibido un mensaje de un operador de telefonía que, en robótico castellano, me dice: “Tú vecino es de (aquí el nombre del operador), LO TIENE TODO y paga MENOS que TÚ”. La intermitencia entre mayúsculas y minúsculas me ha obligado a releer el texto, adaptándome a la dramatización que recomienda gritar las palabras en mayúsculas. También he deducido que el “LO TIENE TODO” no situaba a mi vecino en un territorio de absoluta felicidad sino que se refería a prestaciones de telefonía, de conexión a internet y, por extensión, a plataformas de streaming.
Escalera interior de la Casa La Carboneria, en el Eixample
Lo que más me ha sorprendido es que aún se utilice la figura de los vecinos como cebo para excitar el ansia consumista más rabiosa. En los años ochenta, recuerdo el anuncio de una muñeca de físico monstruoso. Imitando el gesto de una madre de verdad, una criatura llamaba a la puerta de su amiga y, con la monstruosa muñeca en brazos, le soltaba: “¡Alucina, vecina!” No me consta que la muñeca haya pasado a la historia. La consigna publicitaria, en cambio, sí alcanzó esa posteridad viral que excita el síndrome de abstinencia de los adictos a la nostalgia de la EGB.
Aún se utiliza la figura de los vecinos como cebo para movilizar el ansia consumista más rabiosa
En los anuncios de coches también era habitual incorporar alguna escena en la que un vecino rencoroso y de expresividad convencional veía a su vecino, más joven y más guapo, circulando al volante de un vehículo de última generación –y con el maletero más grande– y sentía la típica frustración comparativa, en este caso masculina, de quién, en un vestuario, descubre que la tiene más pequeña que los demás. La publicidad también explotaba la envidia femenina y convertía a las mujeres en brujas obsesionadas por una blancura conseguida con detergentes atómicos que, cuando tendían la ropa, necesitaban sentir la envidia malsana de las otras mujeres.
Hay una canción del argentino Carlos Ramón Fernández titulada La envidia del vecino que humaniza este sentimiento. Cuenta la historia de dos vecinos bien avenidos. Uno tiene siempre la casa llena de hijos y nietos y, los fines de semana, organiza asados y fiestas. El otro alardea de tener hijos que viven en el extranjero, con carreras brillantes y nietos estudiosos. Pero siempre está solo y, a medida que pasan los años, y aunque se sienta orgulloso de lo que han conseguido, envidia el jaleo familiar de la tribu del vecino.
Que en el 2025 todavía perduren estos clichés me recuerda que vivo en un mundo en el que algún iluminado es capaz de creer que, tras recibir este mensaje, sentiré la IMPERIOSA necesidad de anular el contrato que tengo con otro operador –que, por cierto, no me lo da TODO– y jurarle fidelidad al nuevo. Una fidelidad que, aplicando la misma regla de tres, durará hasta que aparezca otro vecino mejor dotado telefónicamente.
