Una nueva vía

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Los layetanos, de los que no sabemos gran cosa, aunque se conserven algunas monedas acuñadas por ellos, fueron uno de los pueblos íberos que extendieron sus dominios entre los ríos Llobregat y Tordera. Vamos, que se asentaron básicamente en el Maresme, el Vallès y el Barcelonès. Pobladores prerromanos de estas tierras que, en puridad, forman parte de la protohistoria de una Barcelona –para ellos, Barcinon– que previsiblemente habitaron desde el siglo VI antes de Cristo.

He dicho que no sabemos gran cosa de ellos, pero conservamos algunos de sus asentamientos y hasta necrópolis. Ailuron (Mataró), Ilturo (Burriac), Baitulon (Badalona) o Egara (Terrassa) son algunas de sus pequeñas ciudades, unos castros en alto, fáciles de defender, rodeados de muralla y con cisterna para el agua y silos para el grano. Agricultores incipientes, la caza y la pesca era sus principales actividades. Trabajaron metales, pero no parece que llegasen a conocer más cerámica que la que llamamos cerámica gris, de muy baja factura. A cambio, sí disfrutaban del vino. ¡Bien por ellos y por nuestros ancestros! Pero ¿son nuestros ancestros?

La Via Laietana de Barcelona, este verano

La Via Laietana de Barcelona, este verano

Gorka Urresola

Hay una visión romántica de estas gentes que no sólo los quiere un germen de la futura ciudad condal, sino que los pone como ejemplo de habitantes que vivían en armonía con su entorno. El buen salvaje ya un poco civilizado como primer barcelonés. Su existencia como una tribu –llamemos las cosas por su nombre– íbera diferenciada de otras tiene como carga de prueba esencial que hay unas monedas del siglo II a.C. que incorporan la palabra Laiscen. Ergo, tenían conciencia de sí mismos…

Las fuentes clásicas mencionan tanto a layetanos como a lacetanos, con lo que es posible que estuviesen hablando, por aquello de la grafía confusa, del mismo pueblo. En cualquier caso, un pueblo coetáneo de los indigetes, cesetanos y ausetanos. Todos íberos y todos detrás de sus murallas no demasiado impresionantes. Es de suponer que en ocasiones comerciando entre sí y en otros momentos robándose o combatiendo. Gentes duras de tiempos duros, pero entre todos ellos fueron los layetanos, con sus cecas capaces de acuñar moneda, los que establecieron tal vez esa primera relación mitológica entre los habitantes de Barcelona y el dinero.

La Via Laiteana, recientísimamente remozada, se nombró en su honor para establecer esa conexión entre la Barcelona que se soñaba nueva y moderna y nuestra cultura más ancestral. Inicialmente, fue planeada por Ildefonso Cerdá en 1859, como una forma de enlazar la ciudad que crecía fuera de las murallas, el Eixample, con el Puerto y el mar. Al mismo tiempo, se trataba de que hubiese una gran vía de aire renovado que limpiase las miasmas y pestilencias de la ciudad vieja. Era, también, un asunto de salud pública en una ciudad que había sufrido varias epidemias.

Pasaron cuarenta años y no fue hasta 1899 que se retomó la idea de crear la Via Laietana. Y aún pasaron más años, hasta 1907, para que empezaran a moverse las cosas y las tierras. El rey Alfonso XIII y el presidente del gobierno, Antonio Maura, inauguraron las obras en 1908.

La construcción de la nueva arteria vital de la ciudad se llevó por delante 2199 casas, varios palacios medievales y un par de conventos. El progreso –nunca se sabe si es civilización o barbarie– no se paró en barras y la Via se impuso al criterio de conservacionistas, como Jeroni Martorell.

La Via se edificó en tres tramos. Y la dirección y planificación de las obras recayó en, empezando por el mar y el tramo más bajo, Lluís Domènech i Montaner primero, para continuar después con Josep Puig i Cadafalch y rematando la obra Ferran Romeu. Hacia 1913, la Via estaba concluida. Y pronto se convirtió en una avenida capaz de congregar edificios de notable empaque. Un aire a Chicago, si nos ponemos estupendos, con un metro subterráneo que fue inaugurado en 1926.

Ahora mismo, hace poco más de una semana, el consistorio ha inaugurado la reforma de la Via Laietana, que comenzó hace tres años, bajo el mandato de Ada Colau, y que ha llegado a término con Jaume Collboni como alcalde.

De las aceras estrechas y el tráfico rodado constante se ha pasado a otra cosa, que sin duda ha mejorado la presencia y el recorrido de una calle que todo flâneur de Barcelona prefiere recorrer hacia abajo, hacia el mar, como me temo seguirán haciendo bicicletas y patinetes aunque tengan segregado un carril de ascenso. El mérito –pues creo que lo tiene– de la reforma no se lo puede arrogar Collboni. O, al menos, no en su totalidad. Pero sí me parece que cómo ha reconducido y acelerado la finalización de esta obra, dice mucho de su estilo de ser alcalde. 

Suaviter in modo, fortiter in re. Las encuestas le sonríen pese a las numerosas obras y trabajos en marcha. Y aunque la limpieza siga siendo un tema esencial y no todavía resuelto, la sensación de seguridad sí ha mejorado y se diría que una mayoría apoya sus intentos de hacer compatible el turismo (¡quince millones de visitantes anuales!) con seguir habitando esta ciudad que en tiempos fue tan habitable y que ahora tiene en el acceso a la vivienda uno de sus problemas de más complicada solución. 

Poco a poco, y con unos exiguos diez concejales, el alcalde va imponiendo su visión de una ciudad más amable y más capaz de llegar a acuerdos y compromisos. Es una vía complicada y que exige no ponerse a derribar casas ni consensos a lo loco, pero que también obliga a decidir qué problemas y proyectos son irrenunciables. Los barceloneses, impacientes por naturaleza y tradición, quisieran ver su ciudad mejor e ilusionarse de nuevo cuanto antes, así que ahora que estamos ensayando una vía nueva de negociación y pacto si se puede, habrá que ver qué ciudad nos encontramos a la vuelta del verano, cuando en septiembre estrenemos temporada y veamos que hasta puede que se hayan puesto a asfaltar unas cuantas calles. Este otoño augura una auténtica rentrée. O eso me gustaría creer, pero lo mismo he pillado una insolación…

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