Pocos registros más gastados y, por tanto, vacíos de contenido, que el de la valoración literaria. Por eso habrán oído infinidad de veces lo de “deslumbrante”, “imprescindible” o “llamado a ser un clásico”. Sin embargo, cualquiera que haya leído a Olga Tokarczuk sabe que ahí, en efecto, se produce una experiencia que trasciende la calidad, la buena escritura, la seducción, el talento o el goce. Lo que hay ahí se despliega es un don cercano a la magia -un concepto muy caro a la escritora-, la literatura parece encarnase en esa voz particular y a un tiempo recoge parte de lo mejor de lo que ha sido capaz hasta entonces y asombra con la entrega de algo nunca visto. Es capaz de todo y se dirige a la eternidad.
Como imbuida de los zarandeos histórico-geográficos de su Polonia natal, y muy empapada de la tradición folclórica de Europa central, la obra de la premio Nobel polaca derrocha imprevisibilidad, riesgo y ganas de jugar. Los géneros -el biográfico en Los libros de Jacob, el histórico en Un lugar llamado Antaño, el policial en Los huesos de los muertos, el viaje en Los errantes- se agitan y retuercen; los narradores, intervencionistas y misteriosos, nos interpelan y nos conducen de un lugar a otro, al tiempo que conectan lo macro y lo micro, desafiando clasificaciones y a la misma flecha del tiempo; el saber enciclopédico sobre cualquier disciplina convive con una descripción tan minuciosa como jocosa del individuo (descuella el vestir como elemento revelador del carácter); la naturaleza se describe en toda su magnificencia panteísta.
La premio Nobel de Literatura Olga Tokarczuk
Todo esto hace presencia en última novela, Tierra de empusas, crónica de la estancia del estudiante de Ingeniería Wojnicz -temperamento melancólico, psicosis persecutoria, pulmones maltrechos y un secreto inconfesable- en un sanatorio del valle del Görbersdorf, en la Silesia prusiana, en 1913. Vientos de guerra, una corte de estrafalarios pacientes unidos por una misoginia para la que no dejan de buscar sonrojantes argumentaciones científicas e incluso artísticas (¡la Mona Lisa como ilustración de la capacidad de algunas para disimular la condición de “rezagada evolutiva” de la mujer!) y dosificación de elementos inquietantes que van escorando el relato hacia lo fantástico y terrorífico.
La montaña mágica de Thomas Mann como punto de partida (escenario y choque de corrientes ideológicas) para acabar en una exploración política y social ligada a nuestro tiempo que se abre una y otra vez a la extrañeza, el mito y el humor.
Igual que el protagonista se descubre en un territorio ignoto, de señales indescifrables, cambios bruscos de dirección y expectativas desmanteladas, el lector se abandona maravillado a un relato impredecible -tan pronto transmite una sensación de encantador grabado antiguo como de pesadilla sobrenatural-, por el que circulan sin descanso ideas (la fe en la técnica, el paisaje como proyección de estados internos, diatribas contra el arte moderno...) y escenas prodigiosas -lo que comprende una ardilla observando “el milagro de la nuez”, el efecto extraordinario de la luz de magnesio sobre el entorno natural, la transición de una mano que penetra en un musgo carnoso a la presencia de un sapo en un sótano húmedo donde se guardan patatas y col fermentada...
Leer a Tokarczuk es descubrir que ella es el joven judío Jacob Frank, de su Los libros de Jacob, capaz de una reinvención sin fin y diosa de una secta de fanáticos -cualquiera de los iniciados en su obra- que adoran su capacidad de ampliar lo literariamente posible. Pero, desde ahora, también la médium de esas “nosotras” (para entenderlo entréguense a Tierra de empusas).