Tras la absurda y tremebunda guerra de trincheras que se saldó en 1918 con la derrota de Alemania, Francia, ya cansada de las periódicas invasiones de los teutones en su territorio, se lanzó a construir una muralla fortificada disuasoria que, a su compleción, se extendería desde la frontera alpina con Italia, a lo largo de la de la vecina Alemania… e incluso más allá. Llegó a ser conocida como la Línea (de defensa) Maginot, por ser el apellido del militar francés que la ideó.
Se aceleró su lenta construcción a partir de la ascensión al poder de Adolf Hitler. Pero en vano: en sólo cuestión de meses, tras cruzar la werhrmacht sin apenas oposición los Países Bajos y Bélgica, el Führer, por una vez sonriente, se paseaba ufano por los campos Elíseos de París.
Los miles de kilómetros de la imponente Gran Muralla china no bastaron para impedir la invasión de las hordas de bárbaros del norte, siendo ésta su única razón de ser. Mongoles y manchúes acabarían asentados en la sede del poder imperial.
Tampoco cumplió con su cometido el muro que el emperador romano Adriano mandó construir entre lo que ahora son Inglaterra y Escocia, donde moraban los indómitos pictos y otros barbaros intratables. Unas trompetas (más bien cuernos) derrumbaron los muros de Jericó. El muro de Berlín, éste sí más eficaz a la hora de mantener alejados a los indeseables de fuera al tiempo que encarcelaba a los condenados de dentro, sólo duró 25 años.
Y se diría que también tienen fecha de caducidad las vallas y el alambre de púas que se han ido levantando en la frontera entre Bielorrusia y Polonia o la de Hungría y Serbia, supuestamente para impedir el paso a los inmigrantes no deseados, como asimismo entre Ceuta y Marruecos.
Se comenzó la construcción de una valla entre Estados Unidos y México en 1994, durante la presidencia de Bill Clinton. A Donald Trump le gustaría terminarla. En cuanto a su eficacia como dique de contención ante el tsunami migratorio, acabará siendo, muy probablemente, un inmenso y solemne fracaso.
Muros, murallas, vallas… construcciones más propias de tiempos pasados, como lo son, también, los numerosos castillos y fortalezas que se hallan a lo largo y ancho de toda Europa. Por muy inexpugnables que durante algún tiempo pudieran parecer, ninguno se libera de la obsolescencia programada que llevan en su ADN. La pólvora, un terremoto o un bombardeo aérea bastan para derrumbarlos. Algunos han sobrevivido convertidos en museos; otros, reducidos a ruinas, nos saludan con gesto de nostalgia y resignación. El destino de las grandes catedrales es el de las pirámides de Egipto.
Vivir dentro de una finca vallada, ya no es garantía de privacidad o de seguridad. Acechan los drones, vigilan los satélites. A todas horas hay hackers dispuestos a todo, a fin de obtener tus datas, a fin de poder dejarte sin blanca, así, en un instante.
Arrecia la sensación de inseguridad. Nos instalamos en nuestras casas -nuestro castillo- alarmas, sofisticadas cerraduras y cadenas. A veces suenan sirenas. Nuestros gobernantes nos invitan a hacer acopio de alimentos y productos básicos. No debe quedar a estas alturas nadie sin su kit de supervivencia: hemos sido avisados. Recibimos, aunque no siempre a tiempo, avisos de inundaciones o incendios. Un virus informático nos puede amargar la existencia. Tememos salir de casa porque al regresar podríamos encontrarla ocupada por gente extraña que nos deja en la calle con lo puesto.
Cabe preguntarse si merece la pena invertir el 5% del PIB en las armas tradicionales y los sistemas de defensa anticuados que nos pretende vender Washington, que sería como construir otra Línea Maginot.