Costumbrismo distópico

El mejor episodio de la nueva temporada de Black Mirror (Netflix) se titula Gente común y habla de dos plataformas tecnológicas –una de ciencia ficción y la otra muy parecida a Kick– tristemente complementarias. La pareja protagonista, una maestra y un obrero completamente enamorados, se ve obligada a suscribirse a los servicios neurológicos de Rivermind, la única empresa que puede proporcionarle a ella una vida normal tras su accidente cerebral; pero pronto la cuota sube e irrumpe la pesadilla. Para poder pagar el incremento, él decide someterse a vejaciones en streaming, a cambio de miserables pagos. No llega a la muerte, como le ocurrió en la realidad a Raphaël Graven (cuyo alias era Jean Pormanove), porque [atención: spoiler hasta final de párrafo] cuando se dan cuenta de que si no pagan la prohibitiva mensualidad prémium el cerebro de ella se queda en según qué zonas sin cobertura, o que en clase o durante el sexo su boca empieza a emitir publicidad, deciden que la eutanasia es más justa que esa sanidad privada e impagable.

Durante sus quince años de vida, la serie de Charlie Brooker nos ha demostrado que el realismo de hoy no es un espejo al lado del camino, sino el reflejo doble de ambos lados de la pantalla. Es imposible hablar de la sociedad del siglo XXI sin incluir en el relato los teléfonos móviles y los ordenadores personales, los videojuegos y las redes sociales, las supercomputadoras y las inteligencias artificiales. La deriva ultracapitalista de las corporaciones de Silicon Valley, en el contexto del trumpismo global y del cambio climático, ha vuelto difícil, cuando no imposible, hablar de todos esos espejos (mirrors) sin una perspectiva oscura (black). De ese modo el nuevo costumbrismo, atravesado por la tecnología, se ha vuelto sinónimo de una distopía que subraya la severa grieta entre lo colectivo y lo individual.

Las reconstrucciones y el bótox de Nicole Kidman o el colágeno de Demi Moore se dan por supuestos

Se evidencia en otras ficciones recientes. Las películas Babygirl y The substance , por ejemplo, elaboran –en clave realista y de ficción especulativa, respectivamente– el mismo tema, el envejecimiento femenino de las ricas exitosas. Lo hacen obviando la cirugía estética, en cuyo lugar aparecen otros procesos tecnológicos. Las reconstrucciones y el bótox de Nicole Kidman, los implantes o el colágeno de Demi Moore se dan por supuestos. Su espacio simbólico lo ocupan una empresa de logística robótica y un suero del mercado negro con logo y diseño de startup, que se consigue en taquillas que también recuerdan a Amazon. Las directoras Halina Reijn y Coralie Fargeat coinciden en la creación de un horizonte externo de tecnologías mágicas y en el énfasis en el infierno interior de las protagonistas. Ese desajuste entre la velocidad del mercado de las soluciones y el abismo psicológico, emocional imposible de solucionar es uno de los conflictos narrativos más frecuentes de nuestra época. Y vitales.

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