Seguimos sin llevar falda

Seguimos sin llevar falda
Escritor

La mayor prueba de que no hemos avanzado apenas nada —para lo que podríamos haberlo hecho— y de que somos unos anticuados que enarbolamos ínfulas de modernidad, anclados en un pasado sexista y segregacionista, es que los hombres no llevamos falda. Una de tantas barreras que aún no logramos derribar. Una decisión que, además, es común a todos los países occidentales —y no me saquen el ejemplo de Escocia, que aquello es un caso aislado y los escoceses solo usan un tipo concreto de falda, que, además, es poco práctica y no pega con casi nada. Llevarla en otro contexto equivaldría a acicalarnos con unas cortinas alpujarreñas hasta los tobillos y creernos trasgresores—. ¿Cómo es posible que todavía no nos hayamos atrevido todos, independientemente de nuestro género, a salir a la calle enseñando las piernas? ¿No sudan todas las pantorrillas? ¿Por qué esta condena? Pues por lo que dije más arriba: porque no somos nada modernos ni tenemos la mentalidad tan abierta. Y esto lo saben los diseñadores de las tiendas de ropa. Son conscientes de lo poco osados que somos y del poder de una sola pieza de tela.

Años atrás, ante la estupidez del asunto, me levanté una mañana en mi antiguo apartamento en los Alpes y me acerqué a Ginebra a comprarme una falda. Pensé: a estos suizos se la bufa todo; o lo intento aquí o me quedo con las ganas. Antes de hacerlo, le pregunté a mi hermana, que sabe mucho de moda; me aconsejó que no lo hiciera, que me comprara, en todo caso, un kilt, esas faldas anchorras entre heavy metal y escocesas que pesan un quintal y te dan más calor del que te quitan. Me negué. Quiero ir fresco, Mariángeles, no parecer salido de Invernalia. Quería algo con vuelo, suave, liviano… Y, a poder ser, que no fuera una falda negra o de cuadros escoceses. Una con colorinches o de un tono pastel bonito. Y la encontré, en la sección femenina, claro.

Me levanté en mi antiguo apartamento en los Alpes y me acerqué a Ginebra a comprarme una falda

Me dio apuro pasar al probador con ella así que me la probé en casa, ante un espejo de cuerpo entero. Me vi muy atractivo. ¡Y estaba la mar de fresquito! Subí una foto a las redes sociales y mis amigos me ovacionaron y aplaudieron el gesto. Me dijeron que estaba estupendo y que hacía bien en llevarla, al mismo tiempo que ninguno de ellos se atrevía a ponerse una. Cero sorpresas.

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Tardé poco en descambiarla. Aquella única mañana de piernas libres, fui a hacer la compra al mercado y no fue una experiencia grata. Todos me miraron, continua y descaradamente. Temí que me tomaran fotografías y que me hiciera viral como el andaluz que compra Gruyère en Suiza enseñando pierna. Y, al llegar a casa, la doblé bien, la metí en la bolsa y la llevé a cambiarla por el dinero. Lo cierto es que una parte de mí se sintió incómodo con ella. El reflejo en el espejo me fue bello, pero me daba vergüenza observarme. Supongo que es normal. No es fácil salir de un camino marcado durante tantos años.

Lo mismo un día acudo a una gala con una.

Ojalá.

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