Me van a quemar el corazón

Me van a quemar el corazón
Escritor

Hace diez años que padezco una arritmia. Empezó siendo benigna, un tropiezo autónomo en el ritmo que se manifestaba de vez en cuando. Me acostumbré a vivir con ella, pero evolucionó a una fibrilación muy violenta que en solo tres minutos me duerme los brazos y me deja sin aire. Recuerdo la primera vez que me pasó: atravesé París en ambulancia a las cuatro de la mañana.

Doctors doing a surgery on operating room in hospital Doctores haciendo una cirugia en un hospital

Cirujanos en un quirófano

Getty Images

Con tanta mudanza, me vieron muchos especialistas: una primera cardióloga ubicada en los Campos Elíseos –a quien denuncié por ponerme electrodos adhesivos usados– y otra en Saint-Michel que solo hablaba ruso y explicaba las cosas por señas; un cardiólogo en el ensanxe de Compostela, otra en Bilbao, el de Jaén Jaén y el de la calle de Madrid donde vivía Vicente Aleixandre. Todos me aconsejaron que me operara. Sin embargo, como los betabloqueantes me solucionaban momentáneamente el problema, decidí tomarlos hasta que apareciera un cardiólogo que me convenciera no solo con un electrocardiograma en la mano, sino desde lo humano –pues, a riesgo de ponerme cursi, si algo en nuestro cuerpo entiende de emociones debe de ser el corazón.

Hace diez años que padezco una arritmia; empezó siendo benigna, pero evolucionó a una fibrilación muy violenta

Y este año apareció. Lectora, humanista y sensible, la conocí porque lleva el club de lectura de su hospital. Fue un flechazo. Me dije: si se ha leído todas mis novelas con tanto cariño y espera leer con impaciencia la siguiente, no creo que me deje morir. ¡Ni siquiera Annie Wilkes lo haría! Así que acepté operarme. (Si bien, no os revelaré su nombre ni el del hospital, por si al final me muero. Soy buena persona).

La primera fecha para la intervención no pudo ser más inoportuna: el 20 de noviembre. Pensé que, si me moría ese día, ya no se recordaría solo el fallecimiento de Franco; que podría, al menos en Úbeda, robarle algo de protagonismo al dictador y enterrarlo así un poco más. Y eso me hizo feliz. Pero al final me la cambiaron al 26.

La operación parece ciencia ficción: meterán varios tubos por mi ingle hasta llegar al corazón. Uno de ellos llevará una cámara minúscula, otro un sensor que recreará un mapa tridimensional del órgano –ya que mi fibrilación es compleja– y otro tubo expulsará una llamita que quemará la célula malísima. Como soy muy aprensivo, no he mirado nada en Google y esta explicación no tiene validez científica, pero algo así escuché en las salas de espera.

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¡Ojalá no me durmieran durante la operación! Me gustaría ver el recorrido de la cámara. ¿Estará mi aorta doblada por haberme hincado el manillar de la bici de pequeño? ¿Se verán los triglicéridos? ¿Y las mellas de los desamores de adolescente? ¿Y los L. Casei Inmunitas? Dicen de estos últimos que no existen y que son los padres. ¡Muchas preguntas sin respuesta! Ya os contaré si me dejan echarme un vistazo. Por lo pronto, voy a preparar una siguiente columna sobre cómo quiero que me entierren.

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