Woody Allen automático

La publicación de la última novela de Woody Allen, ¿Qué pasa cono Baum? (Alianza Editorial) ha activado una rueda de entrevistas promocionales en las que, en vez de hablar de literatura, le han preguntado por Trump o los bombardeos israelíes de Gaza. Estas interferencias de la actualidad pueden arruinar una campaña y reducir la atención de medios importantes a un par de titulares. Unos titulares que, macerados en el sensacionalismo parasitario que readapta la información, atraen la curiosidad de un público al que la novela le importa un bledo. Allen no ha sido una excepción, y el hecho de que, refugiándose en el piloto automático de una ironía de circunstancias, haya definido a Trump como un actor notable y un tipo la mar de amable (fue uno de los cameos de la película Celebrity ) y, para hablar de Israel, haya evitado las simplificaciones afirmando que “no podía aportar nada inteligente” a un debate que hace décadas que dura, lo han condenado como perverso equidistante sionista y cínico neoliberal. Son acusaciones que se suman a las que, contra las evidencias, se empeñan en mantenerlo en la lista de personalidades canceladas.

Incluso los seguidores más acérrimos de Woody Allen admiten que a veces decepciona

¿Satisface la novela las expectativas de los seguidores tanto del Allen cineasta como del Allen novelista? Relativamente. Y es una satisfacción vinculada a una lealtad que, teniendo en cuenta la capacidad productiva de Allen, obliga a separar el grano de las obras maestras y los grandes textos de la paja, que no se puede analizar desde la lógica de la idolatría. Incluso los allenianos que llevamos más de cincuenta años viendo todas sus películas y leyendo todos sus libros debemos admitir, por pura coherencia con el sentido alleniano de la vida, que también las hay mediocres. ¿Qué pasa cono Baum? no es mediocre, pero pertenece a la categoría de obras automáticas en las que prevalecen el oficio y la mirada. Su argumento, con escritores mezquinos, mujeres fascinantes y triunfadores detestables, funciona siguiendo una inercia que desatiende las tramas que va proponiendo –el plagio, la cancelación, la creación como fuente de infelicidad–. Es como si el autor se cansara de sus propias ideas y, sabiendo que no le queda mucho tiempo, antepusiera la voluntad de, cual veterano corredor de maratones, llegar a la meta. Por el mismo precio, Woody Allen tiene la deferencia de situar la acción en Nueva York y proponernos una ruta gastronómica. Una ruta que recuerda el Chumley’s, un pub speakeasy del Greenwich Village y la brasserie Le Cirque, que cerraron. O que recomienda el Minetta Tavern de la calle Macdougal, un local precioso con, en su carta, el exótico lobster roll con “lemon tarragon aioli” o los dumplings del Joe’s Shangai, en Chinatown. O para una cita íntima o libidinosa (con consentimiento), la romántica brasserie Balthazar o el Bemelmans Bar, la coctelería del hotel Carlyle con música —es fácil imaginar de qué estilo— en directo.

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