Si Rebecca West y HG Wells no se hubieran besado, Richard Flanagan (Longford, Australia, 1961) no hubiera nacido. No, no son sus padres. Todo es más complejo que eso y el autor lo desarrolla en su nueva novela, La pregunta 7 (Libros del Asteroide / Periscopi). “Es una locura, pero es así. Si lo pienso mucho, se me pone la piel de gallina”, asegura mientras muestra su brazo a La Vanguardia por videollamada.
Wells y West se conocieron en 1912. Ella tenía 19 años; él, 46. Y, lo más curioso de todo, es que empezaron a llamarse la atención a raíz de una crítica destructiva que ella escribió sobre la novela Matrimonio. “El manierismo del señor Wells resulta desquiciante”, escribió. Lejos de enfadarlo, o al menos no tanto como se podría esperar, la invitó a su casa para conocerla. A ella le pareció el hombre más feo del mundo pero, tras un rato de charla, supo de algún modo que estaban destinados a estar juntos. La inteligencia venció a la belleza, una vez más. Y una cosa llevó a la otra y, al final, se besaron ante una estantería llena de libros mientras conversaban de estilo literario. “Romántico, ¿no es así?”, señala Flanagan.
Sin beso no hay libro, y sin libro no hay bomba atómica. Y, sin bomba, mi padre hubiera muerto y yo no estaría hablando ahora”
Hasta aquí, la historia de un romance clandestino, pues él estaba casado, aunque eso no impidió que Wells y West tuvieran un hijo y se siguieran viendo durante diez años. Pero, al principio, en este viaje de idas y venidas, Wells intentó poner tierra de por medio –sin demasiado éxito – y huyó a Suiza, donde elucubró El mundo liberado, una novela que anticipa la invención y el uso de la bomba atómica. ¿Sin ese beso y, por tanto, sin esa huída hubiera escrito ese libro? “Lo más probable es que no. O, quien sabe, tal vez sí, pero no con una trama tan incendiaria”, reflexiona Flanagan desde el despacho de su casa.
La cuestión es que lo hizo, escribió el libro. Y, años más tarde, lo leyó Leo Szilard, el físico que trabajó en el Proyecto Manhattan, que produjo las primeras armas nucleares. Inspirado en su lectura, concibió una reacción nuclear en cadena y terminó escribiendo una carta al entonces presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, en agosto del 39, que desembocó en el desarrollo de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945.
La bomba atómica sobre Hiroshima
El padre del autor, Arch Flanagan, con el que empieza su libro y del que ya habló en El camino estrecho al norte profundo (Premio Man Booker 2014), fue prisionero en un campo de concentración japonés durante la Segunda Guerra Mundial. “Sin beso no hay libro, y sin libro no hay bomba atómica -apunta el escritor australiano-. Y, por mal que quede lo que voy a decir, sin bomba atómica, mi padre hubiera muerto y yo no estaría hablando ahora. Ese estallido brutal le salvó, por paradójico que suene”.
Los trabajos forzados debilitaron tanto al señor Flanagan que no se esperaba que fuera a sobrevivir mucho tiempo más. O eso pensó él, hasta que Thomas Ferebee accionó la palanca en agosto de 1945 y lanzó la bomba atómica Little Boy sobre Hiroshima, asesinando a más de 200.000 personas, pero salvando al esclavo pues, poco después de este tremendo impacto, la guerra terminó y él fue liberado, lo que le permitió recuperarse, mantener una vida “más o menos normal”, casarse y tener un hijo: Richard Flanagan.
Escribí este libro tras recibir un diagnóstico erróneo de demencia en fase temprana. A lo largo de un año, pensé que iba a perder la lucidez”
Y esta historia, de cómo terminó Richard naciendo, explicada como si de una reacción nuclear en cadena se tratara –como la historia misma – permite al lector preguntarse si tiene ante sí una novela, unas memorias o un tratado histórico. “Las etiquetas supongo que no tienen sentido nunca, pero en este caso menos”, reconoce el autor, que decide empezar de nuevo el bucle con otro dato: “Escribí este libro tras recibir un diagnóstico erróneo de demencia en fase temprana. A lo largo de un año, pensé que iba a perder la memoria. Me daban unos doce meses de lucidez, así que me puse a escribir con cierta rapidez para no olvidar esta historia. ¿Lo hubiera escrito sin esta evaluación médica? Tal vez no”.
Cuando terminó el libro –explica – “le pedí a mi agente que lo leyera, por si creía que había datos inconexos, pues no tenía demasiado claro cómo avanzaba mi supuesta enfermedad y no quería que se publicara nada que provocara que los demás se apiadaran de mí. Ella se río y me dijo que, si realmente estaba enfermo, no se notaba”.
Poco después, Flanagan supo que no sufría de tal cosa. “Recuerdo que me eché a reír. Sentí confusión pero, a la vez, mucho alivio”, admite. Eso sí, le trastocó todo, hasta el punto de replantearse de si quería seguir escribiendo o cambiar radicalmente su modo de vida. “No sé todavía si volveré a escribir. Me mentalicé durante mucho tiempo de que no iba a poder volver a hacerlo, así que ahora no tengo claro qué hacer. No descarto nada, supongo que, si debo continuar, en algún momento sentiré la llamada”.
