Lluís Permanyer entró en La Vanguardia más o menos al mismo tiempo que yo, así que he podido tratarlo a lo largo de casi sesenta años. Me lo presentó Horacio Sáenz Guerrero, director del diario entre 1969 y 1983, que despertó en mí la vocación de editor cuando solo era un joven que había acabado la carrera de Económicas y que ni siguiera tenía un cargo asignado en La Vanguardia. Le había leído artículos en Destino, donde colaboraba, y había descubierto en él una persona que conocía muy bien no solo el mundo del arte, sino también a los artistas. Fue amigo de Joan Miró, de Antoni Clavé, de Salvador Dalí, de Antoni Tàpies e incluso de Picasso, aunque lo trató menos.
En sus primeros años en el diario, Permanyer escribía en la sección de Internacional, que siempre ha sido una sección muy valorada por sus periodistas y sus corresponsales. Y lo continúa siendo en nuestros días. Siempre tuvo ese aire noucentista tan personal. Su elegancia en el vestir se reflejaba en su escritura. Poco a poco empezó a escribir artículos de arte, al tiempo que se convirtió en el mejor conocedor de Barcelona. A menudo, el hábito hace al hombre y en este caso, parece evidente. Pronto los compañeros -y los lectores- empezaron a calificarlo de cronista de la ciudad, algo que no acababa de gustarle, porque le parecía pretencioso. Con el tiempo, el ayuntamiento de Barcelona lo quiso reconocer como tal, porque nadie conocía la ciudad como él, nadie era más crítico no solo con los grandes planes municipales, sino también con los pequeños detalles mejorables. Resultaba un gran observador. Y un hombre curioso como pocos, que pienso que es la primera virtud que debe tener todo buen periodista.
Lluís Permanyer, en una imagen del 2008
La cabellera arreglada y el bigote generoso de Permanyer se convirtieron con los años en parte del paisaje de La Vanguardia. Una profunda tristeza nos invade a todos los que le conocimos en esta hora. Pero pienso que, aunque no hay una buena forma de irse de este mundo, una manera privilegiada de hacerlo es pudiendo escribir hasta el último momento. Con la mente clara y la pluma afilada. Ayer mismo, poco antes de sufrir un infarto, estuvo desayunando mientras comprobaba cómo había quedado su artículo en el diario, entregado un par de días antes. Era un trabajador infatigable, un hombre culto, un periodista cargado de vivencias, al que los lectores podían descubrir andando por el Eixample. Nos faltará su consejo, pero su recuerdo resultará imborrable para quienes lo conocimos y disfrutamos de sus conocimientos. Nadie como él para convertir una anécdota en una historia imborrable.