Un relato que explora en los recuerdos de la infancia ( El patio encantado , de Eulalia Fernández Moreno) y un microrrelato sobre la condición humana ( Amigas de verdad , de Encarnación Roda Robles) son los textos ganadores de la 17ª edición del concurso de relatos escritos por mayores que organiza la Fundació “La Caixa”, junto a RNE y con colaboración de La Vanguardia . En podcast comparten premio Una noche al fresco en la placeta de Lucas , de Conchi Rubio Granero, y Siempre nos quedará la radio , de Rafael Salas Gallego. Integraban el jurado los escritores Soledad Puértolas y Fernando Schwartz; los periodistas Ana Vega Toscano (RNE) y Miquel Molina ( La Vanguardia ), el director del programa de Personas Mayores de la Fundació “La Caixa”, David Velasco, y los ganadores de la edición anterior. A continuación reproducimos los relatos ganadores:
Eulalia Fernández Moreno
El patio encantado (relato)
Había sido vedette en un tabernucho del puerto pero terminó en un burdel de Tánger. Allí fue donde mi tío Florencio la conoció, se enamoró de ella, y se la trajo para casa.. Mi abuela, indignada, buscó refugio en sus hijas. Y es así como Gloria se convirtió, en los tres meses que duró su relación con mi tío, en la mejor hada madrina que hayan tenido dos niños de cinco y seis años, la hechicera de nuestra infancia sin juguetes.
Gloria era bajita, regordeta y de piel color canela. Su melena, pelirroja e indómita, era lo más parecido a una escarola en llamas. De risa fácil y escandalosa. Había traído con ella un viejo fonógrafo abollado, y un baúl grande que era un verdadero cofre del tesoro, donde nos asomábamos, pasmados, para descubrir un batiburrillo de sombreros deslucidos, vestidos y crinolinas, abalorios y abanicos antiguos, que hacían nuestras delicias.
Los ganadores del concurso de relatos de la Fundació “La Caixa” posan junto a los miembros del jurado
Nuestro patio se convertía todas las tardes en teatro. De telón, una sábana colgada del alambre de tender la ropa; el público, mi hermano y yo y, como artista invitada, ¡la gran Gloria! Gloria, con mantilla negra, cantando coplas desgarradoras que hablaban de marineros rubios como la cerveza. Gloria con sombrilla de encaje, entonando aires de zarzuela, contoneando su cuerpo, y moviendo con gracia su abanico de plumas. O con sombrero de copa, haciendo juegos de magia que nos dejaban asombrados, con la boca abierta y los ojos como platos. Aplaudíamos a rabiar, entre bocado y bocado de pan con chocolate.
Pero lo que más nos gustaba era actuar con ella. Gloria abría su baúl y nos disfrazaba. A mi hermano le ponía un turbante blanco adornado con un pedrusco rojo, un chaleco de pedrería que le llegaba hasta las rodillas, y le pintaba unos bigotes retorcidos. ¡Y ya teníamos a nuestro príncipe oriental! A mí me cubría de velos y gasas que tan solo dejaban ver mis ojos, y me colgaba medallas doradas sobre la frente. Con paciencia infinita pintaba mis manos con henna, dibujos afiligranados que recordaban los más bellos encajes, y llenaba mis dedos de sortijas de plata. Y me transformaba en una princesa árabe.
Gloria era la gran Sultana de Alejandría, majestuosa, toda revestida de sedas, perlas y abalorios. Su palacio consistía en una sábana echada sobre un naranjo del patio. Nos entreteníamos los tres en recortar estrellas de papel de plata, y los pegábamos sobre la tela. En el suelo, cojines dorados, y ahí se sentaba ella, esplendorosa, como correspondía a su rango. Gloria cortaba todas las flores de las macetas (a mi abuela le habría dado un infarto) y sembraba de pétalos la entrada de su palacio. Yo era una princesa cautiva, y el príncipe, subido en su caballo blanco, que era el palo de la escoba, me rescataba de las garras del Sultán. Gloria dirigía la acción, y los efectos especiales corrían de su cuenta.
Gloria fue la hechicera de nuestra infancia sin juguetes”
¡Uhuuuu! ¡Uhuuuu! Los vientos huracanados del desierto nos azotaban, y nos tambaleábamos sobre nuestra frágil montura. Se escuchaba la voz lejana de Gloria. “Cuidado, escondeos rápido que llega el Sultán con su guardia. ¡Escondeos en la Cueva de Ali Baba!” Se oían los cascos de los caballos cada vez más cerca, y nos refugiábamos bajo la pila de lavar, nuestro escondite favorito. Y ahí, quietos y asustados, esperábamos a que cesara la tormenta de arena, y se alejaran los caballos de los malvados. Ante nosotros pasaba toda la comitiva. Todos con turbante blanco y capas rojas que ondulaban con el viento. Las herraduras brillantes de los corceles levantaban un remolino de polvo y los cascos despedían chispas de plata al galopar. Pasaban muy cerca de nosotros, sin vernos, y poco a poco se alejaban tras las dunas doradas del desierto.
Volvíamos a galopar, y se escuchaba el tintineo de las medallitas sobre mi frente, como música de final feliz de película. Hacíamos una llegada triunfal por el sendero de las flores, aunque a esas alturas, a mi hermano se le caía el turbante sobre un ojo, y yo había perdido las babuchas bordadas en las arenas. En señal de bienvenida, la Gran Sultana nos invitaba a té con hierbabuena y pastelillos de miel y sésamo, y elogiaba la bravura del príncipe colgándole una medalla en el chaleco
De vez en cuando aparecían mis tías, secas y regañonas, de luto permanente. A nosotros no nos gustaban porque nos pinchaban al besarnos. Susurraban cosas al oído de mi tío “¡Mira estos niños, parecen salvajes, pintarrajeados como indios!” Y nos miraban con lástima. Al ver que mi tío no les hacía caso, pasaban a las amenazas, y levantando un dedo sarmentoso, gritaban “¡ Estos críos viven en pecado mortal y tú, tú vas a ir de cabeza al infierno!”
Pero nosotros seguíamos jugando. Gloria amontonaba todas las macetas mutiladas en el centro del patio, que se convertía de pronto en nuestra isla desierta. Colocaba una palmera enana que mi abuela tenía en gran estima, y que daba mucho carácter a nuestra isla. Con un parche en un ojo, nos metíamos en una vieja tinaja de zinc abandonada en el patio, y mi hermano remaba con lo que había sido nuestro caballo en el desierto. Y yo enarbolaba, orgullosa, una bandera pirata, fabricada con una cuchara de madera a la que Gloria había atado un jirón de trapo blanco, adornado con una siniestra calavera pintada con un trozo de carbón.
Gloria empujaba la bañera a la vez que gritaba “¡Adelante mis valientes! La tormenta no podrá con nosotros!” Zarandeaba nuestro barco, que se balanceaba entre las olas coronadas de espuma. Íbamos cruzando los mares en busca del tesoro, una caja llena de vidrios de colores y alhajas de hojalata que Gloria escondía entre las macetas.
Algunas tardes nos tocaba sacar el viejo fonógrafo y poner música. Gloria se propuso enseñarnos a bailar charlestón, y pronto fuimos unos virtuosos de ese baile. Mi hermano lucía sombrero de copa que rellenábamos de papel para que no se le colara hasta la barbilla, y a mí me tocaba llevar un collar de perlas larguísimo. Ella se ponía un vestido de lentejuelas doradas con flecos y una pluma en el pelo. Aún recuerdo mis manos tatuadas como joyas agitándose en el aire igual que mariposas, y a Gloria jugando con su boa de plumas, al ritmo trepidante del baile.
Gloria se marchó un día. Metió en el baúl estolas de gasa, el sombrero de copa, cuentas y abalorios y hasta el viejo fonógrafo abollado. Se agachó y nos dio un beso en la frente. Yo vi como los charquitos de sus ojos se derramaban en gruesas lágrimas que Gloria trató de borrar furiosamente con el dorso de su mano. Y se fue. No la hemos vuelto a ver nunca más!
Al día siguiente irrumpió nuestro tío en el patio. Traía cara de enfado. De un tirón echó abajo el palacio de la Gran Sultana. Mi hermano y yo, pegados a la pared y cogidos de la mano, vimos consternados como nuestro palacio, constelado de estrellas, se convertía, en el suelo, en un trapo sucio y pisoteado.
Mis tías respiraron aliviadas, porque su hermano se había librado de esa lagartona, como llamaban ellas a Gloria. Nosotros intentamos reanudar nuestros juegos, pero nuestro caballo se negaba a galopar, y el barco pirata, varado en la orilla, no tenía ganas de aventuras. Y el patio encantado, testigo de tantas risas y fantasías mágicas, se quedó de pronto mudo y vacío, igual a otro patio cualquiera.
Encarnación Roda Robles
Amigas de verdad (microrrelato)
Úrsula es mi mejor amiga. Siempre que he tenido un problema, ella ha estado ahí. Pero siento que si me va bien en la vida, no lo soporta. Por eso preferí no decirle que me tocó la lotería. Tampoco que por fin Emilio me pidió que nos casemos. Ni siquiera pienso informarle de que me han ascendido a vicepresidenta de la compañía, no quiero amargarle el fin de semana… En fin, creo que esta tarde, mientras nos tomamos un cafecito, solo voy a hablarle del resultado de mi biopsia, que para eso están las amigas, para los malos momentos.
Podcast
Un premio compartido
Una noche al fresco en la placeta de Lucas, de Conchi Rubio Granero, y Siempre nos quedará la radio, de Rafael Salas Gallego, son los ganadores en categoría de podcast.