He oído con frecuencia que uno no puede irse de su vida. Sin embargo, a eso es a lo que me he dedicado yo casi siempre. Dejé Grecia, después dejé mi lengua, escribí un libro...”, escribe Theodor Kallifatides en Una mujer a quien amar (Galaxia Gutenberg), su último libro publicado en España.
El autor griego (Molaoi, 1938) ha viajado de Suecia, donde vive desde 1964, a Madrid para participar en el festival internacional de literatura y creación Eñe. Una muestra de agradecimiento a sus fidelísimos lectores: “La primera vez que estuve aquí, conocí a una chica de 18 años en una de mis charlas que me dijo que le encantaba mi libro – Otra vida por vivir , la obra que le dio fama–. ¿Cómo es posible, siendo tan joven?”, recordaba, ayer en conversación con La Vanguardia , que le preguntó.
El distanciamiento de la lengua griega
ha permitido al autor vivir
como un ermitaño literario
A sus 87 años, Kallifalides se siente muy querido por el público español y trata de devolver el cariño recibido: “Aquí la gente es muy amable, muy abierta y muy simpática”, elogia, y apunta algo que tal vez solo se ve desde la distancia: “Lo que más me impresiona es que en España todo está hecho con un propósito: las calles, las iglesias, las escuelas..., que tienen una calidad muy alta”, asegura en referencia al “nivel cultural básico bastante elevado” que observa.
Cumplidos al margen, y a diferencia de lo que narra en la novela de tintes autobiográficos que trae bajo el brazo y que lo ha llevado a estudiar español para poder leer la traducción, asegura que ya no siente el mismo miedo a la muerte que cuando la escribió, hace 20 años.
Una mujer a quien amar es sobre todo una historia de duelo por la muerte de una gran amiga, al que se suma el sentimiento de culpa por no haber estado a su lado, pero ahora el paso del tiempo ha hecho que Olga ya no esté sola: “De alguna manera he hecho las paces con la muerte porque he perdido a mis hermanos, otros amigos. Soy el último de la familia. Por suerte, tengo hijos y esposa y espero que me sobrevivan. Estoy bien así”.
Además del dolor que provoca la ausencia de un ser querido, en esta obra Kallifalides reflexiona una vez más sobre su decisión de escribir en sueco, que tomó a raíz de leer a Stig Dagerman y quedar fascinado por su prosa: “De ahí que a mí no me interesara la literatura de la palabra adecuada, sino del pensamiento adecuado. Para empezar a pensar en serio, tenía que abandonar mi lengua. Es algo terrible de decir, pero es aún más difícil de hacer”, escribe al argumentar el abandono de su “hermosa lengua griega por una sucesión de sonidos bárbaros”.
Pero ¿qué es lo pretendía si él mismo reconocía que “abandonar la propia lengua es como abandonar el alma”? ¿Cómo se puede pensar sin palabras, sin el “atavío griego” del que quiso a toda costa desprenderse? “Para mí lo más importante es pensar. Cualquiera puede usar palabras y juntarlas. Por eso, por muchas razones, siempre prefiero pensar primero y luego escribir. No quiero que el lector se canse de mí con esa verborrea de escritor: blablablá”, responde.
A partir de este esforzado distanciamiento, que ya no es tal, porque domina la lengua sueca –“No tengo acento, no cometo errores”–, Kallifalides consigue realizar su sueño de vivir como uno de los ermitaños de las hagiografías que leía de niño, aquellos que “renuncian a la vida en aras de la alegría profunda y perdurable de contemplarla”. En la literatura.
