La magdalena guillamoniana

Unos amigos que han pasado unos días de vacaciones en Bellver de Cerdanya me han traído una bolsa de magdalenas del Forn Pous. La primera cosa positiva es que han comprado las magdalenas que les ha parecido, las han puesto en una bolsa, con el nombre, el dibujo de una espiga de trigo, el paisaje de Bellver con las montañas al fondo, el nombre del pueblo y el número de teléfono fijo. Quiero decir que si las envasasen –diez o doce magdalenas por bolsa– y las vendiesen a un precio cerrado, no sería lo mismo. En la bolsa que mis amigos me han regalado, atada con un nudo, han puesto las magdalenas que han querido.

El otro aspecto positivo es el recipiente de papel que es más grueso que el de las magdalenas que comemos en casa. Es un papel blanco, rígido: supongo que para aguantar bien la pasta. Que ­–oh!– no tiene una forma regular. En todas las magdalenas la pasta desborda un poco el papel. Algunas parecen una gaita y otras una barretina, unas –sin quererlo– recuerdan a los relojes blandos y otras al magma de los volcanes. Tienen formas caprichosas y divertidas, que me interesan particularmente. Toda la vida me han gustado las singularidades, los artistas que se salen del redil, los escritores que prueban nuevas formas, los grandes guionistas que inventan soluciones inesperadas. Y –tócate las narices– estoy casi diría obligado a comer unas magdalenas todas iguales, unas magdalenas que parecen hechas con un molde, que nunca desbordan el papel, que no están nunca más tostadas de un lado que de otro. Unas magdalenas que están absolutamente en contra de mi manera de vivir la vida y de entender el mundo.

Estoy obligado a comer unas magdalenas que están en contra de mi manera de vivir y entender el mundo

Qué manía con que las cosas sean iguales unas a otras. Todas las manzanas igual de rojas, rodas y enceradas. Todas las endivias tumbadas en su cajita. Todos los melones como balones de rugby reglamentarios, con la etiqueta pegada exactamente en el mismo sitio. Este otoño hemos dado un nuevo paso atrás, con los membrillos. Hasta hace poco, los membrillos eran de las pocas cosas que escapaban a la manía de la fruta y las hortalizas calibradas. Los membrillos eran una fruta de temporada de un señor que tenía un árbol de membrillos. No una plantación: uno, que daba membrillos grandes y pequeños –más bien grandes y abollados, porque al no existir una gran demanda, los dejaba crecer a su aire-–. Pues bien, este otoño ha llegado al pueblo la primera caja de membrillos calibrados: todos iguales, ni muy grandes ni muy pequeños, de un amarillo rutilante, verdes por dentro. A este paso, pronto solo quedarán los moniatos y las patatas (y las patatas, justito, que se venden ya en unas bolsas de cartón reciclado, seleccionadas por tamaños). ¡Basta ya de patatas del hospicio! ¡Basta de membrillos mendelizados! ¡Viva las magdalenas de Bellver de Cerdanya!

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