Seppuku. El funeral de Mishima o el placer de morir
Dirección, texto, escenografía y vestuario: Angélica Liddell. Intérpretes: Alberto Alonso Martínez, Angélica Liddell, Ichiro Sugae, Gumersindo Puche y Kazan Tachimoto. Lugar y fecha: Teatre de Salt, Temporada Alta (22/XI/2025)
Angélica Liddell convoca en una fría madrugada. El público acude casi insomne, observando desde una ventanilla en marcha un Salt dormido, ajeno a la migración anual de las criaturas de la cultura. El teatro recibe otra vez con su industrial desnudez. A las 5.45 abre puertas. Así lo dicta ella.
Dentro aguarda una recreación libre de un escenario Noh. A la izquierda, la pasarela entre el mundo de los vivos y los muertos. Al fondo, un rectángulo de pan de oro. El murmullo de un conferenciante es la voz de Yukio Mishima. El tatami blanco elevado rodeado de un jardín de polvo rojo, como la moqueta de la oficina del comandante del destacamento tokiota de Ichigaya. El cuartel general donde el 25 de noviembre de 1970 se quitó Mishima la vida con el ritual del seppuku.
La pureza de la estética nipona mancillada por los artefactos de la dramaturgia postdramática y la Venus de Urbino de Tiziano. Cuando se agoten los objetos y suene liberador Big in Japan, sabremos -ciegos a la catarsis de la salida del sol- que esta ceremonia fúnebre ha terminado.
Seppuku. El funeral de Mishima o el placer de morir es un espectáculo que se podría leer como una japonaiserie, una fantasía oriental desde la mirada trágica de Occidente -Nietzsche acechando imperturbable- a partir de la entregada admiración que siente Liddell por el autor de El pabellón de oro, tan fascinado como ella por la belleza y la erótica de la muerte.
Dos intérpretes, el actor Kazan Tachimoto y el bailarín Ichiro Sugae (que vimos hace poco como integrante de la Frankfurt Dresden Dance Company) ponen los cuerpos a esa fantasía europea con sus pausados movimientos del teatro Noh, la lectura casi cantada del fragmento más truculento de Patriotismo de Mishima (una cima del body-horror literario), la violencia coreografiada de una película de yakuzas (Tokio Drifter de Seijun Suzuki) o la febril relación entre sexo y muerte de las películas de Nagisa Oshima o las novelas de Yasunari Kawabata.
Escenas tan bellas como de una dimensión contemplativa que parecen ajenas a la náusea del teatro de Liddell. Todo cambia cuando ella ocupa el centro del escenario desnuda de asco en cuerpo y palabra. Más que el sangrado ritual para mezclar Oriente y Occidente -Tachimoto y Liddell ofreciendo sus brazos a la aguja que no encuentra el caudal de la vena esquiva- para escribir un kanji; más que un número de un burdel de entreguerras, con su vagina transformada en boca fumadora; más que las deserciones y desmayos (1+1 en el estreno del sábado); más que todas las ásperas violencias en contra del velo de la ficción, lo que hace de su teatro algo excepcional es el anhelo por lo sublime en el abismo de los grandes románticos.
La Liddell que se erige como la reina de los malditos y emperatriz de la hipérbole, como el cuerpo de un culturista -como el propio Mishima- cogiendo pose con un canto religioso.
Cuando proclama hasta la extenuación el fin de la vida y el abrazo incansable a la muerte. Cuando honra a los muertos en las prendas que dejaron atrás por enfermedad, escarnio voluntario o suicidio. Cuando honra a sus muertos en la estela de las cenizas encendidas de sus padres y llora sincera el imposible abrazo. Cuando fotografía la posibilidad de su suicidio por ahorcamiento o es (quizá) testigo de uno ajeno en plena Gran Vía madrileña. Cuando lo defiende como el acto más sincero, y nada es más real que una cabeza decapitada que en vez de sangre, escupe palabras. El día que se agote esa fuente roja quizá dará el paso hacia la otra eternidad, la que iguala los necios con los artistas absolutos.
