Cuarenta años atrás, Paloma Esteban, acreditada y dinámica conservadora del Museo de Arte Contemporáneo capitalino, se adentraba en la pintura de Paul Cezanne y proponía dos cometidos titánicos en la perspectiva nublada de aquel tiempo. La democracia hispana en proceso de consolidación cultural y el reto acerca de las salas de exposición y su versatilidad para relatar la narrativa cosmopolita que pedía la industria cultural del momento a la mirada cautelosa del visitante. Se configuraba así un frente visual compacto para ordenar las colecciones de los museos aún sometidas a la historiografía decimonónica. A la vista del catálogo, 1984, una proeza entonces, como lo sería ahora. Era la primera vez que se mostraba la obra del maestro francés en España con alcance museístico y rigor de investigación. Y el hecho fue reconocido por todos, crítica y público en el cercado reducto de amigos del arte.
París ha historizado el año que cierra como el Año Cezanne, una manera de rendir tributo a un artista que representa como ninguno la singularidad figurativa del arte europeo, en su magnético paisaje natural, pero de querencias formales cosmopolitas y sorprendentes. Una estética nueva para un arte detonante, centrado en una sencillez teórica que hoy nos admira. Se trata de dar cuenta, si todavía es posible, de la mirada punzante del pintor que sabe diferenciar a conciencia los matices plásticos que establecen y dan significado a la obra de arte: construcción, figura, color y expresión, según una pensada y sutil escala de valores sensibles que activa y estimula la comunicación del arte. Y aquí quizás convenga volver a España a raíz del relato que define la figura de Cezanne entre nosotros, del que apenas se atesoraban en el momento dos añosas litografías en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, lejos del protagonismo y prepotencia de la capital.
Entregado a la belleza natural de su entorno, quiso dejar testimonio del mundo cruel que lo había acogido
Cezanne era nativo de Aix-en-Provence, donde los conciudadanos han acabado rehabilitando con rigor los escenarios de las memorias que señalaban el ritual diario del pintor, siempre agotado por la extenuante actividad del trabajo a plein air , pero eludiendo cualquier ironía acerca de la inestabilidad formal, que de ninguna manera disimulaba. La paleta del pintor reproducía la diversidad cromática con la hábil carga teórica que quedaba negada por el efecto directo de la pincelada sobre el lienzo blanco. Se trataba de vigilar la diseminación plástica del tema con la mirada vigilante del artista. Las maneras enérgicas de Cezanne coincidían esencialmente en la ordenación plástica y la fijación en la forma-color protagonista del relato a la mirada del espectador.
Cezanne se sobreponía al toque decorativo del impresionismo, del que siempre calladamente se distanció, a fuerza de centrarse en la descripción escueta del paisaje,dicho con mayor precisión, conteniendo el impacto dramatizador del color como forma protagonista de la obra. El motif era la figuración gráfica de la práctica artística del maestro y su ejemplo vibrante lo tenemos en La montaña de Santa Victoria como indeleble testimonio de la evanescente veracidad del paisaje entorno, con voluntad literal de aproximarlo a la urgencia plástica del viajero. Una formalización visible, estable y comprometida que jalonará la obra entera del artista. En La montaña de Santa Victoria descubrimos con nitidez ese verdastro azulado con matices agudos con transparente voluntad de clarificación sensible. Aquí se define el arte singular del Cezanne entrado en la madurez y celebrado particularmente en este siglo nuestro. El impulso decisivo de su obra en la evolución del arte de hoy y la conciencia de singularidad indiscutida que la acompaña, cuando el motif para el pintor, la realidad natural, construida, formalizada y visible de su alrededor se revela como objetivo plástico.
Maison et ferme du Jas-de-Bouffan, 1887
Quisiera concluir este breve texto de homenaje a Cezanne, escueto y nada casual, sin acento como exigía la conciencia diáfana de la didáctica plástica del pintor, con el perdurable retrato del artista obstinado en los trabajos de taller y en las larguísimas jornadas a campo a través. ¿Fue Cezanne el artista de la paradoja?, se pregunta un inquisitivo crítico de anteayer; sin duda, añado por mi parte. Cezanne es el actor y protagonista de la modernidad en puertas, deslumbrado por la campiña nativa de Aix, cuando el arte público se hacía opinable y públicamente urbano. Cómplice primero de Zola, amistad quebradiza que no resistió el paso del tiempo, el escritor nunca perdonó la crítica viniera o no a cuento: “Qué gran pintor frustrado”, repetía con intolerable prepotencia. Dejo al lector el calificativo. Triste epitafio para un amigo íntimo.
Es sabido que Cezanne fue prácticamente desconocido hasta los cincuenta años, y casi quedó ignorado hasta el año mismo de su muerte, cuando se celebró una feliz exposición retrospectiva en París meses después de su desaparición. Y volvemos al motif , certero hilo tirante de su espléndida teoría artística forjada a su albur, brillante paradigma de su entrega artística y testimonio de la naturaleza viva, de los objetos alerta que tramaban la grandeza de su pintura. De Jas-de-Bouffan o la planicie de Bibémus, las aubes o L’Estaque , que señalan la diaria trayectoria del pintor a la búsqueda del motivo ideal para su representación.
Cezanne fue un entusiasta entregado a la belleza natural de su entorno, que trató con maestría obsesiva para dejar testimonio fidedigno del mundo cruel que lo había acogido. En la forma y el fondo, el magnetismo mágico que el artista pretendía con el despliegue arrebatado de las sensaciones sensibles. Cezanne había encontrado al final su arcadia.