Los hijos de dirigentes comunistas somos una especie singular. Honramos o dilapidamos el legado de nuestros padres con un compromiso que, por acción u omisión, nos acaba definiendo. Aportar algo al patrimonio y a la memoria colectiva no es fácil y a veces exige un esfuerzo de honestidad que no todos estamos dispuestos a hacer, probablemente porque nos da pánico caer en la idolatría hereditaria o en una inmolación terapéutica psicológicamente castradora.
Jorge Carrillo Menéndez (París, 1952), hijo menor de Santiago Carrillo y Carmen Menéndez, ha logrado encontrar una vía propia escribiendo el libro Luchadoras, memoria de una deshonra salvada (Ed. Almuzara). La estrategia de Jorge es inteligente, oportuna y valiente. Sin desentenderse de la sombra monumental de su padre, cuenta la vida de su abuela materna, Alivio, y de su madre, Carmen. Para no hacer spoiler: la vida de la abuela Alivio esconde un secreto de abusos que explican los abismos machistas, las injusticias sociales del caciquismo y la capacidad de resistencia, rebeldía y superación de una mujer que, sin proponérselo, acaba representando la modernidad y lo que hoy se autoproclama como empoderamiento. Para no hacer spoiler: la vida de su madre Carmen es la de alguien que, adiestrada en el combate y la eficacia silenciosa de la clandestinidad, se convierte en protagonista indispensable de, sin caer en los vicios de la sumisión consorte, la vida de otro.
La última vez que coincidí con Santiago y con Carmen fue en el Balneari Prats
Admito que no soy subjetivo: la última vez que vi a Jorge Carrillo, él tenía dieciocho años y yo tenía diez. Y la última vez que vi a Santiago y a Carmen –en el Balneari Prats, en Caldes de Malavella, en una de esas sobremesas interminables para fumadores y lectores compulsivos de periódicos de papel–, Santiago me riñó amablemente porque hice un comentario sarcástico sobre Kim Il Sung, una figura política que él respetaba tanto que me dio una clase magistral que, para bien y para mal, nunca olvidaré. Y no soy objetivo cuando me emociona que Jorge cuente los cambios de identidad –la magia falsificadora de Domingo Malagón– o describa la bondad fraternal de Teresa, Julio o Ramos.
Más allá del perfume sentimental de estos paralelismos biográficos, el libro tiene el valor de completar el lado femenino de la historia de los Carrillo-Menéndez y restituir, por extensión, una parte relevante de la España republicana, de la guerra civil, del exilio, de la transición y del desmantelamiento del comunismo. Y luego están los detalles sobre la vida de los Carrillo, que las versiones oficiales omiten, como que, antes de morir, Santiago pidió que lanzaran sus cenizas en una playa de Gijón porque no quería que, si lo enterraban en un cementerio, algún hijo de puta profanara su tumba.