Existe una idea romantizada sobre los ladrones de arte, como si fueran delincuentes refinados con un aire a lo Sean Connery, tan encantadores y glamourosos que sus crímenes pueden acabar pareciendo simples sinvergonzonerías. Pero la realidad suele ser más sórdida. Myles Connor, que en la década de los ochenta entró disfrazado al Museo de Bellas Artes de Boston y salió con una pintura de Rembrandt bajo el brazo, de adolescente tocaba rock and roll en clubes locales, compensando su baja estatura subido en una Harley Davidson sobre el escenario. Y Stéphane Breitwieser era un camarero que acumuló en la buhardilla de la casa de su madre, en un suburbio industrial cerca de Estrasburgo, un botín de doscientas obras, incluidos cuadros de Lucas Cranach, Peter Brueghel o Antoine Watteau que había robado en seis países europeos a plena luz del día. Para ambos las motivaciones fueron inusuales. Sentían afecto por las obras que robaban y el objeto de sus fechorías era rodearse de aquello cuya cercanía les proporcionaba placer.
Stéphane Breitwieser, durante el proceso en 2005
A Connor, que una vez robó docenas de piezas de la colección de un museo porque habían insultado a su padre, lo he visto estos días haciendo declaraciones en calidad de experto, a propósito del robo del Louvre. Y Anthony M. Amore le acaba de dedicar un libro, The Rembrandt Heist, en el que se rinde ante el único ladrón que se salvó gracias al robo de un cuadro. Había aprendido a amar el arte, en especial las antigüedades orientales, gracias a su abuelo y muchos de sus hurtos tuvieron que ver con el deseo de completar lo que le había legado. Comprobó que era más fácil burlar los sistemas de seguridad que planificar los pasos siguientes. Y evitó ser atrapado manteniendo ocultos y sin poner a la venta los objetos robados. Violó esa norma en los setenta y la policía no tardó en localizarlo. Había cumplido ya condena por herir a un policía y no quería pasar los próximos 15 años entre rejas. Se lo sugirió su abogado: “Solo Rembrandt podría sacarte de esto”. Se trataba de robarlo y luego pedir por él un rescate a la fiscalía a cambio de una rebaja de condena. Puso su objetivo en una pequeña pintura ovalada, Retrato de una joven con manto dorado , la descolgó a la hora del almuerzo y escapó con ella con relativa facilidad. Finalmente fue condenado a cuatro años y nunca fue acusado de la desaparición de la obra.
La realidad es más sórdida, pero hay ladrones que aprecian las obras y roban para su propio deleite
También Breitwieser logró zafarse de la policía y vivir sin que nadie le molestara mientras mantuvo el botín oculto en su casa para su propio deleite. Su sueldo como camarero no le permitía hacer una colección por medios tradicionales y decidió requisarla . Protagonista de otro libro, El ladrón de art e, de Michael Finkel, su primer y único tropiezo dio al traste con un fondo de más de 2.000 millones de euros. Al enterarse de su detención, su madre se desembarazó de las obras destruyéndolas, tirándolas a la basura o arrojándolas a un canal cercano.