Todo autor tiene derecho a ser juzgado por sus mejores páginas, pero a estas alturas lo que menos interesa es la calidad literaria del libro de Luisgé Martín sobre los asesinatos de José Bretón; ni si su propósito (explícito) de seguir la senda marcada por dos obras inapelables (El adversario de Emmanuel Carrère y A Sangre fría de Truman Capote) ha culminado con éxito.
Lo que importa es decidir si el autor se ha ceñido satisfactoriamente a las exigencias de un difuso aunque estricto código moral que hubiera debido impedir la escritura y si la publicación ha infringido la ley y merece censura. En definitiva, si la literatura debe evitar el manejo de historias que como es el caso puedan ofender la sensibilidad de un sector de la sociedad o, aún peor, ocasionar una afrenta añadida a las víctimas del crimen.
En términos morales, la respuesta no es sencilla. Carrère cerró su libro con una frase que certificaba su congoja y la incapacidad para hallar una conclusión satisfactoria: “Pensé que escribir esta historia sólo podía ser un crimen o una plegaria”. Capote, menos escrupuloso, optó por manipular parcialmente los hechos para justificar su empatía con los criminales y buscar el asidero ético que hiciera más digerible (incluso en términos comerciales) su punto de vista.
Luisgé Martín era plenamente consciente de esos riesgos. Por eso dedica las primeras páginas del libro a describir sus dudas y analizar las razones de su aproximación al abismo echando mano del argumentario inevitable de quien va a tratar con lo insondable, de Nietzsche a Hannah Arendt. Y por eso lo concluye con la desolación de no haber hallado ni respuestas sobre la naturaleza del mal ni atisbos de consuelo. Martín deja a Bretón en el locutorio de la prisión pensando que, por mucho que alardeemos de progreso, los hombres no somos más que despojos o lobos feroces.
⁄ Como con Carrère y Capote, el juicio moral sólo puede hacerse ante el tribunal de la conciencia
Como ocurría con Carrère y Capote, el juicio moral es irresoluble. No puede ventilarse ante otro tribunal que no sea el de la conciencia. La del autor y la de cada lector que se enfrente a ese espejo del mal, a ese viaje a las cloacas de la condición humana que el libro propone. Lo que sí puede afirmarse es que Martín ha desvelado hasta los menores detalles de su relación con Bretón con honestidad y un grado de introspección que llega a resultar turbador, descubriendo al lector las claves éticas de su experiencia. Tal vez sea literatura que duele, pero no es literatura tramposa.
Es verdad que Martín le ha dado voz al asesino, pero esa voz solo ha puesto en evidencia a Bretón, demostrando que sus estrategias de justificación son tan censurables como su crimen, subrayando la atrocidad perpetrada contra los pequeños y (mediatamente) contra su madre y cuestionando la sinceridad de su arrepentimiento. En el libro no hay empatía para Bretón, tan sólo para sus víctimas. Pero Bretón es humano y Martín se aproxima a él consciente de esa humanidad, tratándolo como a un ser responsable, ni un enfermo ni un monstruo. Precisamente, tratarlo de enfermo o de monstruo sería tan solo una manera de diluir esa responsabilidad, de volverla comprensible.
Legalmente, la creación literaria de Martín es irreprochable. La (imposible) reparación a las víctimas se ejecuta en nuestro sistema a través de la pena impuesta al acusado, en este caso dos condenas de veinte años de prisión. Martín no desvela nada que afecte a la intimidad de los menores asesinados –a quienes se refiere siempre con afecto y compasión– ni a la de su madre.
⁄ La (imposible) reparación a las víctimas se ejecuta a través de la pena impuesta al acusado
El libro no contiene expresiones vejatorias, ni enaltece el crimen, ni justifica la conducta de Bretón ni refleja otros hechos que los contenidos en el sumario y ampliamente publicitados con anterioridad.
Es imposible no comprender el dolor de la madre, pero nuestra sociedad no tiene más paliativos para él que la sentencia penal contra el criminal y la protección legal de la memoria de los muertos. Martín no la vulnera, al contrario, la enaltece con esta magnífica novela que denuestan con saña los mismos que alardean de no haberla leído. Eso hace aún más difícil de entender que ni autor ni editorial hayan creído conveniente intentar un diálogo con la madre como mandaban el arte perdido de la razón y los códigos que regulan el ejercicio de la empatía.
La distribución del libro de Luisgé Martín El odio fue suspendida de manera indefinida por la editorial Anagrama el pasado jueves.