La Vanguardia me pide que comente los cambios culturales sucedidos en España en el último medio siglo. Para comprender la cultura me parece imprescindible adoptar un “enfoque heurístico”, es decir, considerar que todas sus creaciones son soluciones a algo. Da igual que se trate de una obra de arte, un mueble, un código jurídico, un cazabombardero o un ritual religioso. Solo podemos entender esas invenciones si conocemos el pro-yecto o el pro-blema que pretendían resolver, o la pre-gunta que deseaban contestar. En todos los casos, un hueco previo que hay que llenar. Como señaló el gran antropólogo Cliford Geerzt, todas las sociedades se plantean los mismos problemas, pero los resuelven de manera diferente.
Del “enfoque heurístico” podemos sacar una conclusión. La riqueza cultural de una sociedad depende de la calidad de las soluciones que ofrece a esos problemas universales, lo que me permite la blasfema afirmación de que hay culturas que los han resuelto mejor que otras. Por supuesto, estoy dispuesto a debatir este asunto con los multiculturalistas bienintencionados que ven colonialismo en cualquier afirmación universal, pero no es este el lugar.
¿Ha aumentado nuestra “riqueza heurística” en este medio siglo? ¿Resolvemos mejor los problemas? Los suplementos culturales suelen ocuparse de la “cultura cinco estrellas”, (arte, literatura, cine, teatro, etc.), y sería iluminador que los especialistas en los diferentes campos artísticos respondieran a esa pregunta y nos indicaran si en estos cincuenta años ha habido “soluciones” novedosas a sus problemas, o si estamos viviendo de soluciones inventadas en épocas pasadas. En una entrevista reciente, Juan Navarro Baldeweg habla de pintar “dejando caer la pintura para que se forme la obra”. Eso es un revival del dadaísmo y del dripping de Pollock.
/ Cambios benefactores: la ley del divorcio (1981), despenalización del aborto (1985), legalización de matrimonios del mismo sexo
Por mi parte, voy a centrarme en la cultura que se enfrenta a los problemas de la “felicidad pública”, que decían los ilustrados, los planteados por la convivencia social. Los cambios han sido colosales en España, especialmente gracias a la restauración de la democracia. Me interesa recordar que la democracia es una solución —la mejor que se nos ha ocurrido— a los problemas de la polis, de la ciudad, y que no solo implica formas políticas, sino respuestas emocionales y nuevas motivaciones.
En 1978 se votó la Constitución. Como debería saber cualquier ciudadano, las constituciones se inventaron para proporcionar soluciones estables a los problemas políticos. En 1986 entramos en la Comunidad Europea, lo que supuso formar parte del proyecto social más inteligente del siglo XX, cuyos beneficios para España se olvidan con un desdén inexplicable. El mismo año de la Constitución se legalizó el uso y la comercialización de la píldora anticonceptiva, uno de los hechos que más ha influido en nuestras costumbres.
En 1981 se aprobó la ley del divorcio, en 1985 se despenaliza el aborto, y en el 2005 se legalizaron los matrimonios entre parejas del mismo sexo. Con un esfuerzo perseverante, los movimientos feministas consiguen que se legisle contra la discriminación de la mujer, una situación que en España había sido disparatada durante la época franquista.
Un menor utiliza Instagram en su móvil
Conviene recordar que hasta 1975 el Código Civil español equiparaba la mujer casada a los niños, los locos o dementes y los sordomudos que no supieran leer ni escribir, por lo que se les prohibía firmar contratos (art.1263). También imponía el “permiso marital”. Una mujer casada no podía viajar, trabajar o abrir una cuenta bancaria sin la autorización del marido. Y, por supuesto, estaba obligada legalmente a obedecerle (art. 57).
El preámbulo de la ley en que se aprobó este artículo sirve para mostrar lo profundos que han sido los cambios culturales. Decía así: “Existe una potestad de dirección que la Naturaleza, la Religión y la Historia atribuyen al marido, dentro de un régimen en el que se recoge fielmente la tradición católica que ha inspirado siempre y debe inspirar en lo sucesivo las relaciones entre los cónyuges”. Este contubernio entre naturaleza, religión e historia ha sido una de las causas del descrédito eclesial y de la necesidad de deslindar lo que era naturaleza de lo que eran imposiciones culturales, es decir, de distinguir el sexo del género, un gran triunfo conceptual.
Ha habido otros cambios profundos y sin duda benefactores, como los que se refieren a la protección social, a la cobertura médica universal o a la educación obligatoria hasta los 16 años. Son grandes creaciones culturales. Todas estos cambios se habían ido gestando durante mucho tiempo, pero una revolución imprevista y veloz ha alterado profundamente la cultura de todo el universo: las tecnologías digitales. Nunca, a lo largo de la historia, un cambio tecnológico se había impuesto con tanta universalidad y rapidez. En 1981, IBM lanza su Personal Computer, en 1989 aparece internet, y en la década de los 90 los teléfonos inteligentes, en el 2007 Apple lanza el iPhone, y en el 2018 hace su aparición el ChatGPT.
/ En 1986 entramos en la Unión Europea,
el proyecto social más inteligente del siglo XX, cuyos beneficios para España se olvidan con un desdén inexplicable
Las redes sociales se viralizan con una velocidad asombrosa. Son tecnologías recientísimas. Facebook, 2004. Twitter, 2006. Instagram, 2010. TikTok, 2018. Tres inventos aparecidos entre 2009 y 2010, aparentemente pequeños, han tenido una influencia demoledora en la socialización de nuestros jóvenes, como ha puesto de manifiesto Jonathan Haidt en La generación ansiosa: los me gusta de Facebook, el scroll infinito, y la cámara frontal incorporada al móvil. La potencia de estas tecnologías asusta, pero no acabamos de identificar y afrontar los problemas que plantean.
A pesar del indudable progreso en muchos campos, tenemos muchos problemas sin resolver: el cambio climático, la desigualdad económica, el paro juvenil, las dificultades para tener una vivienda digna, el tema de la migración, la estructura de nuestro sistema productivo o la calidad de la enseñanza. Son problemas sin duda complejos, pero que pueden tener solución. ¿Por qué no la conseguimos? ¿Por qué se mantienen esos nichos de “pobreza heurística”? En muchas ocasiones, la sociedad sufre lo que los psiquiatras denominan “anosognosia”, un trastorno que hace que el paciente no reconozca la enfermedad que le aqueja. Aunque hay, sin duda, muchas causas, me gustaría insistir en dos factores culturales que están limitando nuestra capacidad de encontrar soluciones, nuestra “competencia heurística”.
El primero es el planteamiento de la vida política en formato conflicto, que está llevando a una polarización paralizante. Los enfrentamientos entre humanos son inevitables, pero se pueden plantear de dos maneras diferentes. Una, en formato “conflicto”. Tú eres mi enemigo y mi objetivo es destruirte. Lo que quiero es la victoria. La política se convierte entonces en juego de suma cero. Es el camino que hemos elegido. Pero también se pueden plantear en formato “problema”. Tú no eres mi enemigo. Tú y yo tenemos un enemigo común: el problema. Lo importante no es buscar la victoria, sino la solución. Entonces la política podrá convertirse en un juego de suma positiva.
La Inteligencia Artificial plantea retos trascendentes
El planteamiento conflictivo no solo se manifiesta en la gresca permanente en las Cortes, sino en detalles relevantes para un observador avisado. Por ejemplo, el hecho de que un politólogo nazi como Carl Schmitt sea admirado por la derecha y por la izquierda. La razón es que Schmitt consideraba que la esencia de la política es la oposición “amigo/enemigo” y en eso están de acuerdo todos los partidos. Aumentar la “competencia heurística” de una nación me parece un objetivo prioritario.
El segundo factor que quiero destacar es la aparición de una “cultura del sujeto menguante”. Una conjunción de factores está debilitando la capacidad de los individuos para enfrentarse a la presión social. El individualismo propio de la modernidad no ha conducido al furor revolucionario o a una orgía continua como algunos temían, sino a un sujeto dócil, que disfruta de una “libertad de supermercado”, que le permite elegir muchas marcas diferentes, pero sin salir del recinto. Un “tecnohedonismo” suave nos anima a conformarnos con un bienestar otorgado. Todo puede solucionarse si encuentras la app adecuada.
El pensamiento del último medio siglo parece haber huido de las “personalidades fuertes” y promover una subjetividad descentrada, modular, fragmentada, relacional, camaleónica. Se habla con cierto regodeo de “personalidad pastiche”, “yo frágil”, “ego mudable”, “sujeto múltiple”. El posmoderno no se inmuta, más bien se enorgullece, si se le acusa de carácter débil. Vattimo acuñó la expresión “pensamiento débil” y tuvo éxito. Considera que es una demostración de tolerancia que le vacuna contra la intransigencia, el fanatismo y la crueldad. Lo importante es no fosilizarse. Entre el humo y el cristal se prefiere el humo.
/ Todos estos cambios se habían ido gestando durante mucho tiempo, pero una revolución imprevista y veloz ha alterado la cultura de todo el universo: las tecnologías digitales
Helena Béjar, una socióloga muy inteligente, ha estudiado la mentalidad contemporánea en su libro El ámbito íntimo . Habla de la “personalidad proteica” que supone una visión de la naturaleza humana maleable hasta el infinito, que suspende la idea de límite y acaba convirtiendo al yo en un ensemble flou . Bauman ha hablado de “sujeto liquido”. Los pensadores queer del sujeto no definido. Pérez Álvarez de “sujeto fragmentado”. Gergen de “yo saturado”. Y desde la literatura, Musil nos presentó al “hombre sin atributos”; Kundera, la “levedad del ser”, y Álvaro Pombo, la “falta de sustancia”.
Pero ese sujeto menguante es un sujeto moldeable, lo que le confiere una vulnerabilidad extrema, oculta bajo el disfraz de una extrema adaptabilidad. Todos estamos rodeados de personas o instituciones que quieren influirnos, lo que produce fenómenos paradójicos. La democracia necesita ciudadanos críticos, pero los partidos políticos quieren votantes crédulos. El mercado debería construirse sobre consumidores racionales, pero prefiere compradores compulsivos. Las redes sociales, que se presentaron como instrumentos de libertad, triunfan si consiguen enganchar la atención del usuario. Los psicólogos de la felicidad han propuesto lo que Harari llama “felicidad fácil”, que consiste en disfrutar sin esfuerzo.
Vivimos el triunfo de Skinner que, como ha señalado Mozorov, es el “patrón de internet”, convertida en una skinneriana caja de dosificar premios. Nuestros alumnos piensan que para qué van a aprender una cosa si el GPT se lo puede soplar. Byung-Chul Han ha recomendado el descanso, en un librito poco coherente titulado La sociedad del cansancio , que se ha quedado anticuado porque se escribió en el 2010. Siguiendo a Peter Handke, piensa que “la lasitud infunde al hombre una serenidad especial, le permite sosegarse no haciendo nada”. A mis alumnos les encantaría el consejo. Y a un dictador, también.
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En realidad es un amable llamamiento a abdicar de los grandes proyectos humanos: la libertad, la democracia, la autonomía, el pensamiento crítico, la justicia. Todos ellos necesitan sujetos activos y resueltos. Vivimos, en efecto, una epidemia de cansancio. Jean Claude Kaufman ha publicado C’est fatigant, la liberté... La libertad es cansada. Lo mismo podríamos decir de la democracia. Una tercera parte de los jóvenes europeos estaría dispuesta a vivir en un régimen no democrático si les asegurara el bienestar económico.
Hace años, Alain Ehrenberg publicó La fatiga de ser uno mismo: depresión y sociedad . Los influencers han venido a resolver el problema. Jonathan Haidt y Gred Lukianoff han explicado que el pensamiento crítico está en quiebra y que una generación de universitarios estadounidenses pide a sus rectores que no permitan que en los campus entren ideas que puedan inquietarles.
Es llamativo que los ataques a la Ilustración vengan en este momento de la derecha y de la izquierda, y que haya una común inquina contra la universalidad de las verdades y los valores, sin darse cuenta de que con ella se favorece el pensamiento reaccionario. La industria de la persuasión está adquiriendo una sofisticación difícil de resistir. Como ha dicho Daniel Dennett, el filósofo americano mas interesante de este medio siglo, los pensadores posmodernos han tenido un comportamiento malvado.
/ Una conjunción de factores está debilitando actualmente la capacidad de los individuos para enfrentarse a la presión social
“Son responsables de la moda intelectual que hizo que practicar el cinismo sobre la verdad y los hechos fuese algo respetable. Tienes a gente que anda diciendo por ahí (despectivamente): ‘Bueno, tú eres parte de esa gente que aún cree en los hechos’”. Exagerando, el posmodernismo hizo la teoría y Trump la puso en práctica. Hannah Arendt ya lo había advertido: “El sujeto ideal para un gobernante totalitario no es el nazi o el comunista convencido, sino la gente para quien la distinción entre hechos y ficción, entre verdadero y falso, ya no existe”. Una coda imprevista: como saben muy bien los psiquiatras, la conciencia de no ser capaz de enfrentarse a los problemas conduce directamente a la depresión. En eso estamos.
Ante esta situación, es importante recordar algunos hechos fundamentales. Las grandes creaciones culturales se han producido gracias a un esfuerzo por separarnos del nivel cero de la humanización, que implica credulidad, impulsividad, egoísmo tribal, y sumisión a la jerarquía. Descontentos con este humilde origen, hemos anhelado sus opuestos: la verdad corroborada, el comportamiento responsable, el altruismo cosmopolita y la autonomía. Pero son proyectos arduos, de los que podemos desistir si abdicamos de nuestro esfuerzo heurístico y encomendamos a otros o a las máquinas que nos resuelvan los problemas.
Me preocupa esa claudicación del sujeto, porque supone estar a merced de cualquier poder, y estarlo cuando la marcha de la cultura globalizada nos va a obligar a tomar una decisión que marcará la evolución humana durante mucho tiempo. Los fantásticos logros de la ciencia y la tecnología nos ofrecen un modo de organizar el futuro. Parece que es lo mejor que podemos esperar. El problema surge porque las ideas fundamentales que han regido nuestra convivencia no son científicas ni técnicas.
Pondré un ejemplo. Hemos fundado nuestras legislaciones, tras un larguísimo proceso de construcción ética, en la idea de que todos los seres humanos son dignos por el simple hecho de serlo, condición que los hace merecedores de ser protegido con derechos. Estas nociones no son científicas, no tienen sentido para la ciencia. Un zoólogo puede pensar que un humano es más inteligente que un chimpancé, pero de ahí, científicamente, no puede deducir algo así como la dignidad.
Este es un concepto que viene de otro marco de pensamiento. No se funda en lo que hay, como la ciencia, sino en lo que sería bueno que hubiera. Recuerdo el malestar que me produjo leer en uno de los libros fundacionales de la Inteligencia Artificial — Unified Theories of Cognition, de Allen Newell — que la función de la inteligencia es proporcionar los medios para alcanzar una meta, no la elección de esa meta.
Si la inteligencia no lo hace, ¿quién se va a encargar de elegir los fines? ¿El azar? ¿La pasión? ¿El poder? ¿La inercia tecnológica? Es la inteligencia trabajando a su máximo nivel la que tiene que justificar los fines que la ciencia y la tecnología se encargarán de alcanzar. Y esos fines son los que configuran la “publica felicidad”. Sin una adecuada “cultura de los fines” nos veremos zarandeados por gente manipuladora.
Ya habrán descubierto los lectores que esa máxima creación de la inteligencia humana, ese nivel heurístico máximo por el que deberíamos apostar, es la ética, que al ocuparse de las metas tiene que incluir, por supuesto, la ciencia y la tecnología. ¿Tendremos el talento necesario para desarrollar nuestra “competencia heurística” hasta ese punto? No, si no somos capaces de sustituir el actual sujeto menguante por un “sujeto resuelto”, que avance con decisión y resolviendo problemas.
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José Antonio Marina, uno de los más destacados pensadores españoles, ha elaborado una teoría de la inteligencia que abarca desde la neurología a la ética. Ha recibido los premios Don Juan de Borbón, Anagrama y Nacional de Ensayo, entre otros. Su último título es ‘La vacuna contra la insensatez’.
