Se cumplen este noviembre cincuenta años del célebre “hecho biológico”, pero también más de medio siglo de otro hecho, de carácter más sutil y mayor densidad, porque ha tenido que ver no con la muerte de uno, sino con la vida de muchos. En realidad, más que de un hecho se trata de un proceso: el de la transición de un viejo país sin libertades a un país políticamente nuevo.
“Transición” es un sustantivo modesto para significar la enormidad formidable que supuso, con sus luces y sus sombras, ese proceso: los españoles nos fuimos a dormir una noche en un país en el que la soberanía residía en “el general superlativo” (M. Á. Aguilar) y al levantarnos al día siguiente nos encontramos con que había pasado a residir en el pueblo. La transición, en todo caso, ha sido lo contrario del inmisericorde hecho biopolítico de la muerte: fundamentalmente una viva, larga, variada, celebratoria (y también dura y dolorosa) metamorfosis cultural. O más exactamente “estética”, en su sentido etimológico, porque consistió en la imparable y continuada transformación de la sensibilidad y la subjetividad individual y colectiva de nuestro país y de sus ciudadanos.
Nazario, Ocaña y Camilo en la Rambla, Barcelona, junio de 1977
Esa transición estética de nuestro país es más originaria que la propiamente política. Comenzó antes que esta, al menos quince años antes de la muerte de Franco (se ha hecho costumbre decir que, culturalmente, el régimen murió una década antes que su titular) y sigue desarrollándose como un organismo. Solemos pensar en ella como una consecuencia de la transición política, pero más exacto es decir que lo contrario es el caso: fue el cambio de sensibilidad el que empezó por hacer plausible primero y posible después el cambio político.
Bruno Munari solía decir que la revolución hay que hacerla sin que nadie se entere. La transición política fue un cambio consensuado; la estética, una especie de silenciosa revolución incremental que permeó conciencias ávidas de lo nuevo y lo desconocido, es decir, de lo que estaba más allá de las fronteras del país o de lo permitido entonces.
Ambas siguen hoy en cours de route , porque la historia está siempre abierta: los célebres versos de Gil de Biedma
sobre lo tristísima que es la historia de España “ porque termina mal” hacen un buen poema, pero malamente terminado con un teorema político torpe. Ni bien ni mal: ninguna historia termina nunca del todo.
⁄“Quien no supiera que en este país había tenido lugar una revolución cultural no se había enterado de nada”
Aún recuerdo un día de 1995 en el que uno de los protagonistas de la transición, Antonio Fontán –un notable liberal que fue ministro de la UCD y presidente del Senado durante la firma de la Constitución, y que en los sesenta dirigió el diario Madrid hasta que fue cerrado por el régimen– me dijo que quien no supiera que en este país había tenido lugar una revolución cultural no se había enterado de nada.
Lo fue: en treinta años el país pasó de ser un estado confesional falto de libertades a una democracia con una moderna cultura civil casi perfectamente sincronizada con las democracias occidentales de su entorno. Por supuesto, el proceso no fue ni fácil ni incruento ni siempre honroso. Algunas cosas se hicieron “tarde, pero bien” (Javier Gomá) y otras rápido y mal. Por momentos, la velocidad del cambio fue lenta; en otros, tan frenética y atropellada como un caballo
desbocado (una metáfora que durante una década fue más que una metáfora) y casi podría decirse que los españoles
pasamos de estar separados de la modernidad a instalarnos en la mullida condición postmoderna sin el paso intermedio de ser modernos, un proceso que quizá solo tenga un paralelo en el súbito deshielo del este de Europa a finales de los ochenta.
Robert Motherwell: ‘Elegía a la República Española’, 1983-1985
Por supuesto, el cambio del régimen sensible del país desde el tardofranquismo a la transición propiamente dicha y hasta hoy, incluyendo la crítica de la llamada “cultura de la transición” (Guillem Martínez) o del “gusto socialdemócrata” (Jordi Costa) a partir del 2008 y el 15-M del 2011 a los relatos más o menos canónicos sobre ella, se ha contado mucho y muchas veces. Y como en ese cambio las artes han jugado un papel muy relevante, también abunda la bibliografía dedicada a historiarla. Una ardilla podría llegar de Cádiz a Fuenter rabía saltando de publicación en publicación sobre nuestro tema –el problema es que casi nadie las ha leído, porque en su mayoría se trata de literatura especializada de alto voltaje académico y todos estamos demasiado ocupados como para convertirnos aceleradamente en investigadores principales de nuestra propia historia reciente. En todo caso, y por cómo son, en casi todas esas historias hay dos grandes ausentes: el lector medio y el público general.
Pero hay una excepción: la historia del arte o de la cultura narrada por museos y exposiciones, que apela al público por su propia naturaleza, porque están abiertas a todos, en espacios públicos –y con las obras y los propios objetos, no con sus reproducciones. Por eso las exposiciones son el medio primordial del conocimiento visual y los espacios de comparaciones insustituibles para que cualquiera acceda a la cultura material que le ha formado. Y sin embargo, muy pocas se han dedicado a mostrar visualmente la importancia del arte en la transición estética de nuestro país.
/ Las exposiciones han sido el medio primordial del conocimiento visual
Como carecimos de museos, colecciones e instituciones –salvo excepciones como el Museo Picasso de Barcelona (1963) o el de arte abstracto español en Cuenca (1966)– hasta bien entrados los años ochenta, la recepción del arte moderno y contemporáneo internacional se produjo en nuestro país con una demora de al menos treinta años con respecto al resto del mundo occidental.
Así que mostrar cómo el conocimiento de ese arte fue un factor clave en nuestra transformación estética consiste sobre todo en pensar en una exposición como la puerta de Internacional: llegadas (la expresión es de José María Parreño) de una especie de aeropuerto de la cultura, mostrando cómo, dónde, cuándo y porqué llegaron el arte y las formas culturales contemporáneas internacionales a nuestro país a través de las instituciones, el mercado, los espacios más o menos contraculturales o la obra de individuos “culpables por la literatura” (Germán Labrador) o reos de la imaginación, el arte y la belleza.
'No son las Señoritas de Aviñón, son las Damas del Arte' plasma galeristas y comisarias influyentes de la época
De todo ello tratará La transición estética. España, 1960-2020 , una exposición sobre el hecho de exponer y sus vicisitudes en nuestro país entre 1960 y el final del siglo pasado, cuando el número de instituciones e iniciativas nacionales y la condición global del mundo diluyó la centralidad de la exposición como medio. Como el carácter coral que tuvo la propia transición, la exposición es el trabajo colectivo de un equipo compuesto por comisarios de tres generaciones: el citado José María Parreño (profesor de la Complutense, poeta, crítico y autor, entre otros, de los agudos ensayos de Un arte descontento ), Germán Labrador Méndez (Profesor de Investigación del CSIC, su Culpables por la literatura es sin duda el ensayo literario y musical más ambicioso del periodo estudiado) y Aida Capa y yo mismo por parte de la Fundación Juan March, la institución que ya estaba haciendo exposiciones internacionales desde 1975 (como las de Kokoschka, Dubuffet y Picasso entre enero de ese año y 1976). Un amplio número de consultores –bajo la divisa “El comisario colectivo”– trabaja en la muestra, que también incluye un proyecto de historia oral con la participación de una docena de protagonistas de la época, recursos digitales en línea y una serie documental de seis capítulos.
Como ciudadanos, que en una democracia como la nuestra la sensibilidad y el juicio crítico sean libres significa que, desde hace casi siete décadas, el gusto es nuestro. Intentar representar nuestra escurridiza realidad –el arte es la realidad in progress – y su suerte antes y después de la transición a esa democracia es un ensayo arriesgado, cuyo resultado puede que no convenza a cualquiera –pero el arte no se expone para contentar a todos, sino para no dejar indiferente a nadie.
Manuel Fontán del Junco es director de Museos y Exposiciones de la Fundación Juan March. Ha publicado extensamente sobre estética y teoría de las artes
