Juan Carlos I, a su manera

MEMORIAS

En el libro encontramos el relato de una figura irrepetible y una edad de oro de la España moderna, pero también resentimiento y carencia de autocrítica

El Rey recibe la llama olímpica de manos de la relevista Cristina García. 8 de julio 1992

El Rey recibe la llama olímpica de manos de la relevista Cristina García. 8 de julio 1992

M. P. Barriopedro

“Si quieres un final feliz todo depende, por supuesto, de donde detengas la historia”, declaró en cierta ocasión Orson Welles, y su definición puede aplicarse muy bien a la de Juan Carlos I, rey de España entre 1975 y 2014. Depende donde se detenga, podemos encontrar a un personaje incontestablemente positivo para la historia de España y para la propia institución que encabeza. Pero a partir de cierto momento, daremos con una figura bastante más llena de sombras. ¿Puede alguien ser positivo y negativo a la vez? Se puede, y en figuras con larga trayectoria pública ni siquiera es inusual. La cuestión es cuál de las dos facetas alcanza mayor peso en la balanza final.

En Reconciliación, autobiografía dictada a la escritora Laurence Debray en la isla de Nurai junto a Abu Dabi, donde vive apaciblemente gracias a la hospitalidad del jeque Mohamed bin Zayed, el lector tiene que bregar con esa paradoja. Entre la página 91 y hasta la 387 encontramos los recuerdos de infancia del monarca, la formación y madurez del personaje, y el relato de éxito de cómo lideró la transición del sistema político español desde el autoritarismo a la democracia. También se atribuye, aunque eso merecería algunos matices, el impulso a la modernización de la propia sociedad española.

Estas páginas plasman una historia en muy buena parte conocida. La hemos podido seguir de primera mano en El rey , de José Luis de Vilallonga, y distintas obras históricas, en infinidad de artículos así como en series televisivas, pero no molesta volverla a escuchar. (“En ninguna de mis biografías me reconozco plenamente”, asevera don Juan Carlos).

Su relato se remonta al final de la monarquía alfonsina, con algún desliz factual (tras la salida de palacio de Alfonso XIII al anochecer del 14 de abril de 1931, la reina Victoria Eugenia y sus hijos no se quedaron allí dos días, sino una sola noche, y desde luego no fue en calidad de “rehenes”; al contrario, el ministro provisional de Gobernación republicano Miguel Maura envió fuerzas para protegerles).

La infancia nómada, el exilio en Estoril, la difícil papeleta de ser enviado a España con diez años, los preceptores, el colegio de Las Jarillas, dibujan una infancia y adolescencia duras.…”Fui como una pelota de ping pong entre Franco y mi padre”, manifiesta Juan Carlos I. No le gusta hablar de la muerte de su hermano Alfonso, por el disparo fortuito de una pistola que le había regalado un amigo teniente, y que le dio “el sentido de lo trágico”.

El dictador, “prudente y astuto”, recibe un trato respetuoso, “siempre fue muy afectuoso conmigo”, y, en la versión del memorialista, le dejó en legado las cosas que creía que debían hacerse en España pero que él no podía hacer. “Quiso evitar que yo cargara con el peso del drama de la Guerra Civil”, asevera.

Su formación intensiva en las fuerzas armadas le garantiza un respeto en los medios castrenses que se revelará decisiva para que acepten la evolución del Régimen hacia la democracia.

Llegamos a la muerte de Franco y el inicio de una nueva etapa –con varios dardos al presidente francés Giscard d´Estaing-. La desconfianza mutua con Carlos Arias Navarro, la complicidad de Adolfo Suárez, el papel mediador con el bunker de su amigo de infancia Miguel Primo de Rivera… Valora la transición como “éxito colectivo de la clase media” y de que “los dos bandos se sacrificaron”. Por su parte, “había adoptado la postura de un rey constitucional antes de serlo por ley”.

Su versión del 23 F, la de tres golpes diferentes que confluyen (y que él para), coincide con la del libro más reciente y preciso sobre el tema, el de Juan Francisco Fuentes. “Adolfo, tenías razón, Armada es un traidor”, recuerda que le dijo al presidente ucedista. Situaciones como esta las vivió ”en una inmensa soledad, combatida con la práctica del deporte”.

Nos asomamos a la restauración de la Generalitat, a la Constitución y a la amenaza permanente del terrorismo etarra (“el calvario de ETA”, con su rosario de asesinatos y distintos atentados frustrados contra él mismo). Fundamental el camino hacia la Unión Europea. Y la apoteosis del 92 (“fui instigador de los Juegos Olímpicos”, desde que Juan Antonio Samaranch le pidió que mediara para que le enviasen de embajador a Moscú).

⁄ Abundan los dardos al gobierno actual y una falta de comprensión hacia lo sucedido en los últimos años

Resalta el buen feeling con el presidente socialista Felipe González, que siempre fue cuidadoso al poner la Corona en primer lugar. “Era consciente de los beneficios que aporta”. Y la decepción con el nacionalismo catalán: a Jordi Pujol “había que ponerle límites firmes”; con el procés “me sentí traicionado”.

La representación exterior se cifró en cerca de 300 viajes. “Yo era el primer embajador de España”. A lo que ayudaba su talante personal: “puse especial empeño en evitar que mis atribuciones cambiaran mi carácter espontáneo”. Estas páginas resultan de especial interés, y aportan novedades, con sus impresiones de Fidel Castro, Chávez, varios presidentes estadounidenses, y hasta una reunión con Gorbachev para advertirle de que le estaban orquestando un golpe de estado.

Y siempre sustenta una actitud vindicativa: “al final, mi vida consistirá en una acumulación de deberes para mi país”. Aunque, eso sí, “he tenido siempre una manera propia de ser y de hacer las cosas”. Con profesionalidad: “Nunca he cancelado una audiencia ni he llegado tarde a un cita”. Y orgullo: “Pocos reyes europeos del siglo XX han tenido la oportunidad de hacer tanto por su reino”

Con Adolfo Suárez y Manuel Gutiérrez Mellado, en la base  naval de Rota, 1976

Con Adolfo Suárez y Manuel Gutiérrez Mellado, en la base naval de Rota, 1976 

Efe

Junto a este apropiado y prudente bloque central, las partes primera, “En la soledad del desierto”; sexta, “ Mis renuncias”, y séptima, “ Mi diario de Abu dabi”, generan dudas importantes. A lo largo del libro Juan Carlos I elogia en numerosas ocasiones la discreción de su padre, don Juan de Borbón, lógicamente dolido en su día por haber sido apartado de la cadena dinástica pero a quien no se le oyó una crítica en público tras la entronización de su hijo. No sigue su ejemplo.

Son abundantes las reticencias o quejas respecto al tratamiento que considera le ha dado la Casa Real tras su abdicación (“mi hijo, por deber, me ha dado la espalda”; “sufrí que como hijo se mostrara inflexible”). Hay victimismo impropio de un soberano (“vivo sin perspectivas”; “habiendo sido condenado al ostracismo en mi casa”, “soy el único español que no cobra pensión después de 40 años de servicio” (¡)). Uno de los capítulos se titula dramáticamente “ Marginado”.

Juan Carlos I no abdicó por simple voluntad propia. Testimonios próximos han documentado que tras el escándalo de Botswana y sus vacilaciones en la Pascua Militar de 2004, en su propio entorno se vio que el prestigio de la institución caía en picado. La entronización de Felipe VI y el excelente trabajo hecho después por el actual Rey ha permitido que la buena imagen de una institución esencial en la vida política española se restaurase. Pero los sucesivos episodios negativos de distinto índole relativos a don Juan Carlos que han estallado tras la abdicación no han contribuido a ello, sino que lo han dificultado. Los temas económicos –aunque ninguna investigación judicial haya acabado en condena, la percepción de finanzas opacas ahí queda- y los de vida privada generan una combinación letal.

En Reconciliación , el rey “emérito” –él insiste que no es correcto llamarle así- se permite alguna alusión poco cariñosa a la reina Letizia, de quien no cabe duda de que constituye hoy uno de los mayores activos de la monarquía, o a Jaime Alfonsín, leal y eficaz servidor público que en estos años ha actuado con inteligencia al servicio de la Corona. Por sentido institucional bien deberían recibir su agradecimiento.

Abundan los dardos al gobierno actual. También a los amigos “que le traicionaron”. Y no son muy clarificadoras las alusiones gaseosas a otros amigos, árabes (“he respetado sus diferencias y sus valores”). La cortesía de esos amigos llegó, como si tal cosa, hasta un regalo de cien millones de dólares por parte del fallecido rey Abdalá de Arabia Saudí, “sin contraprestación alguna”, “que me habrían permitido atender las necesidades de mi esposa; de mis dos hijas y de sus seis hijos, recientemente excluidos de la Familia Real, y no tener que preocuparme por mi jubilación” (aunque el regalo en cuestión habría sido muy anterior a ella, del año 2008). No en vano “los reyes se hacen regalos mutuos como gesto de amistad, de alianza, de ayuda mutua y de lealtad”. Hoy constata, sin profundizar, que aceptar esos millones fue “un grave error”.

La autocrítica en este volumen queda relegada a frases genéricas como “nunca he pretendido ser un santo” o “soy consciente de que he decepcionado a mucha gente”, frente a su indignación por “acusaciones llenas de veneno”. La condescendencia con la admirable reina Sofía, a la que se refiere siempre como Sofi, resulta incluso molesta para cualquier lector mínimamente familiarizado con las poco elegantes revelaciones que distintas mujeres relacionadas con don Juan Carlos, o personas próximas a ellas, han dado a conocer en los últimos años. Induce a la perplejidad su lamento porque que doña Sofía no quisiera celebrar el sesenta aniversario de su boda. “Su presencia a mi lado sigue siendo muy importante para mí”.

El libro lo ha redactado la francesa Laurence Debray, autora de obras interesantes como Hija de revolucionarios . Coincidí con ella hace años en un simposio y la entrevisté por su libro anterior Mi rey caído . Es sabido su interés, casi devoción, de décadas por el monarca, y para culminar esta obra se instaló dos años con su familia en la isla: no hubiera estado mal un making off del proceso de elaboración.

⁄ Su formación en las fuerzas armadas le garantizó un respeto decisivo en los medios castrenses

La reina Isabel de Inglaterra, muy admirada por Juan Carlos I (“la prima Lilibet”) seguía al pie de la letra la norma “don’t complain, don’t explain”, y bien que atravesó momentos complicados. Al acabar la lectura de Reconciliación se impone una sensación agridulce. Pueden entenderse los sentimientos del hombre, de trayectoria vital realmente extraordinaria y novelesca aunque polémica, con su intenso tono melancólico: “Echo de menos los desfiles militares, la caza de la perdiz, el olor a jazmín… En el extranjero todo es más frío”. Y resulta grato y de justicia revisar los años dorados del establecimiento de la democracia, y del buen cumplimiento en las tareas reales.

Pero también se percibe un resentimiento y una falta de comprensión hacia lo sucedido en los últimos años, y hacia las razones de pérdida de crédito. Ambos elementos pesan demasiado en estas páginas y devalúan su figura como estadista. Desde luego es muy dudoso que su alegato sirva a la institución. ¿Era necesario?

Juan Carlos I Reconciliación Trad. De E. Burgos y K. Taylhardat Planeta 512 páginas 20,80 euros

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