Titular, rotular y recapitular: reivindicar el periodismo cultural

Especial Navidad

Envueltos en la turbulencia de nuestro tiempo... ¿qué debemos hacer? Seguir contagiando a los lectores el insaciable afán de saber

Newsmen sit around the newsroom playing cards, reading the paper and talking on the phone. (Photo by Kirn Vintage Stock/Corbis via Getty Images)

Redacción en ebullición

Kirn Vintage Stock / Getty

La doble vocación del periodismo cultural nos coloca en una oscilante maroma: los autores se consideran tratados con justicia cuando son elogiados y mal tratados injustamente cuando son criticados. No les falta razón. Al fin y al cabo, ¿quiénes somos nosotros, los mendicantes periodistas culturales, para poner el dedo en la llaga?

Aunque lo cierto es que aquí está la gracia de nuestra profesión. Somos herederos de la Ilustración, obligados con la educación permanente del ciudadano, con el pensamiento crítico y se nos ha invitado a poner en cuestión todo lo que se hace en nombre de la cultura. Somos informadores y al mismo tiempo cancerberos. Aunque no esté bien decirlo.

Tantos colegas nuestros, que han cultivado un conocimiento extenso y profundo sobre el arte, el teatro, la música, la arquitectura, el cine, la literatura y tantas disciplinas intelectuales para ofrecer a su lector una información solvente sobre las causas, formas y espíritu de tantas modalidades creativas. De ahí que nos sentamos inclinados a cumplir las normas de una profesión que a veces parece agrícola: separar el grano de la paja.

El periodismo cultural es un agotador ejercicio de interpretación. En contraste con lo que dice y pretende el productor, en tensión con lo que anuncia y promete la industria: el crítico de la cultura compara, coteja y contrasta. Decidme quién aceptaría dedicarse a este ingrato oficio a cambio de un modesto salario.

Sin embargo, el periodismo cultural nos ha permitido tratar de tú a tú a personajes notables y singulares y creo que de cada uno de ellos hemos aprendido algo valioso. Al principio, en los años ochenta del pasado siglo, lo entendía yo no como un trabajo sino como un proceso de osmosis, como si a través de la membrana de las palabras me transmitieran ellos más de lo que yo podía anotar en mi libreta. Recuerdo a Darío Fo, cuando me dijo que Lina Morgan era la mejor actriz española. Entonces nos parecía una figurante de vodevil. Y a Tadeusz Kantor, el director de teatro polaco que se paseaba durante la representación entre sus actores, como si fuera el dios ignoto que había creado aquella conmovedora escena. Y mi inolvidable primer encuentro con Camilo José Cela.

Su secretario, mi buen amigo Fernando G. Corugedo, arregló la cita en la casa del escritor y me presenté con el cacharro que grabó la entrevista para El País. Aunque le vi dispuesto a soportar con paciencia el cuestionario del joven periodista, Camilo arrugó su robusto ceño con la primera pregunta:

-Don Camilo, ¿por qué dice usted que tiene la costumbre de mentir?

Se incorporó con lentitud de la butaca en donde se había recostado y con una virulenta voz de furia reprimida, gritó:

-¿¡Y dónde cojones he dicho yo eso!?

Con cierto apuro balbuceé el título de la antología de artículos recientemente publicada y el número de página en donde aparecía la fatídica frase del que luego sería Premio Nobel de Literatura. Camilo se levantó y con dos zancadas alcanzó el estante de la biblioteca, agarró el libro por el lomo, buscó la página, la leyó y mirándome con asombro, dijo:

-¡Coño, pues tiene usted razón!

⁄ Somos herederos de la Ilustración, obligados con la educación permanente del ciudadano y con el pensamiento crítico

En la primera línea, Camilo había escrito: “Yo, como Don Pío Baroja, no tengo la costumbre de mentir…”. El diablillo de la imprenta, o la miopía del corrector, había borrado el minúsculo y fatal adverbio.

Así nació nuestra duradera amistad. Y esos eran otros tiempos.

A cualquiera que se haya preocupado por observar los meandros de la actualidad no dejará de sorprenderle la tendencia que da forma al discurso dominante y ver cuántos de los agentes encargados de vocear se sienten autorizados a desmentir la ilustre herencia de la inteligencia.

En lugar de animar a pensar por cuenta propia, analizar y discernir la complejidad de la cultura, maestrillos sin librillos se dedican a aleccionar, adoctrinar, adiestrar y amaestrar a sus seguidores. Provocando así una atrofia cognitiva de dimensiones masivas y mastodónticas. Exacerbada y multiplicada por la ordenanza satánica de la máquina artificial.

La admiración por la cultura que recibimos de nuestros padres, el respeto que nos inspiraron, la celebración silenciosa e íntima que cultivaron, se ha ido transformando en un espasmo de credulidad tan ridículo como peligroso.

Procede entonces preguntarnos cual será a partir de ahora la misión del periodismo cultural. Envueltos por la turbulencia de nuestro tiempo, arrastrados por el torbellino de nuestra generación y esquivando el aturdimiento de nuestro siglo… ¿qué debemos hacer?

Sin duda alguna, seguir el mandato original de la inteligencia, las obligaciones éticas del juicio, la nitidez del criterio estético, la conciencia moral de la crítica analítica, y siempre y en cualquier caso: contagiar a nuestros lectores el insaciable afán de saberlo todo. Quizá el periodismo cultural pueda hacer además una aportación decisiva y sanadora.

Hemos visto como en pocos años se ha inflamado, enconado y acelerado el proceso de polarización. Una inercia suicida que divide y fragmenta a la sociedad en corrientes de opinión enfangadas, enfadadas y furiosas. La dinámica mordaz que hace imposible la conversación pausada y que atiza la agresividad de los contendientes tiene causas económicas, políticas y quizá geológicas. Pero hay una en particular a la que deberíamos prestar atención.

El motivo por el cual tantos ciudadanos se dejan llevar por la cólera, reclamando su derecho a la irritación, se debe a una sorprendente anomalía. Sean cuales sean sus preferencias, elecciones y opciones han incurrido en una terrible confusión: creen que sus opiniones forman parte de su identidad. Como si el ser humano fuera un depósito de pequeñas doctrinas portátiles. Se identifican de tal modo con sus propias opiniones que de continuo aborrecen el parecer del otro y consideran la voz ajena como un asalto a mano armada, una agresión, una intimidación.

Si alguno se atreve a poner en cuestión eso que pomposamente consideran como “ideas propias”, se sienten horrendamente amenazados. Viven así en un estado de beligerancia con todos los que no sean miembros de su cofradía. Primero, lo estamos viendo, como una pelea digital, luego como una escaramuza vocinglera y tertuliana, y finalmente, como ya lo vivieron y padecieron nuestros padres y abuelos, el desenlace último de la feroz y criminal guerra civil. Que es a lo que ahora se nos está incitando.

El trastorno psicótico del individuo contemporáneo, alarmado por el miedo a ser un tipo insignificante, es mala noticia. Pero por ventura eso pueda dar al periodismo cultural una nueva razón de ser.

⁄ Podemos ayudar a calmar los ánimos y renovar el legado de una civilización que entendió la virtud de la tolerancia

El periodismo cultural, a través de su fabulosa crónica de las bellas artes y de su pedagogía cognitiva, podría ayudar a calmar los ánimos y actualizar el legado de una civilización que supo entender la virtud de la tolerancia, la elegancia de la conversación, la influencia benéfica de las obras maestras, el arte de comprender a los demás y la inteligencia de una sabiduría que ve en la persona algo más sublime que sus rudimentarias opiniones. /

Basilio Baltasar es escritor y director de la Fundación Formentor. Este artículo es una adaptación del discurso leído en el Congreso de Periodismo Cultural celebrado en La Rinconada, Sevilla, el pasado mes de noviembre

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