El encanto de un equipo reside en lazos invisibles, en ocasiones ajenos a la calidad de la plantilla, al número de estrellas, incluso a los resultados, por espectaculares que sean. Digamos que es un aura etérea que a veces redondea la imagen que se tiene de los grandes equipos, caso del Barça en estos tiempos felices.
Ese ecosistema, tan difícil de conseguir en el fútbol, es un regalo del cielo que conviene mantenerlo a toda costa. De su preservación depende mucho más que la amable idea de la familiaridad, de equipos fraternales, jugadores bien avenidos y convicciones compartidas. Sin esas condiciones también se ganan títulos. Equipos que son una caja de bombas se mueven con éxito por el fútbol, hasta que la bomba estalla y la reconstrucción delata la carcoma interior. Los regresos de estos episodios suelen ser largos y tortuosos.
Una de las características más admirables del Barça actual, y una de las menos comentadas, es la sensación de plenitud que transmite, no en el ámbito estrictamente futbolístico, que también, sino en la luz que desprende. El Barça tiene encanto, empalma con la sensibilidad de los aficionados. Parecería que ha emprendido una misión y, a bordo del equipo, todos la entienden, la comparten y la desean.
Sin esos férreos vínculos, el Barça perdería algo más que su fulgor actual. Se arriesgaría a convertirse en un equipo más, con mejores futbolistas que la mayoría de sus rivales en España y en Europa, pero sin el ángel que ahora le caracteriza. Lo más sorprendente es que toda esta peripecia se ha producido en un instante y en contra de masiva cantidad de factores negativos.

Fermín abraza a Raphinha después de un gol en la primera jornada
Mientras el equipo cumple sus plazos a una velocidad de vértigo, la directiva los incumple flagrantemente, de manera escandalosa en el caso de la construcción del estadio. Desde la elección de una empresa sin ningún crédito en proyectos de edificación deportiva hasta las continuas promesas incumplidas por Laporta y su directiva, pasando por las inmensas pérdidas económicas que se han provocado, se ha llegado a una situación definida por un desconcierto alarmante.
A dos días del cierre del mercado, se sabe que el equipo es sensacional y que el club recuerda al barco de los locos. Son dos realidades palpables que obligan a preguntarse por los extraños designios del fútbol. ¿Cómo es posible que el gran equipo del momento mantenga su salud en un clima decididamente insalubre? ¿Hasta cuándo los réditos deportivos soportarán la situación de un club que no sabe dónde jugará su equipo, utiliza las lesiones para inscribir a los jugadores que ficha y abre las puertas, sin decirlo, a algunos de sus más leales futbolistas para tapar los agujeros en la gestión?
Una de las grandes razones del encanto y del éxito de este Barça radica en jugadores como Casadó y Fermín. Han sido parte decisiva de su imprevisto despegue. Les distingue una apasionada vinculación sentimental con el club. No son los únicos en una plantilla que irradia juventud y barcelonismo por todos los costados. Ellos son los que transmiten la luz y la alegría. Ellos han generado la vibrante atmósfera que destaca en el Barça, tan difícil de lograr y tan fácil de disipar.
Fermín y Casadó no sólo son magníficos jugadores, sino importantes responsables del salto del Barça de la mediocridad a la efervescencia, cuando ellos, Bernal, Cubarsí, Gerard Martín, Fort y Peña se emplearon como leones en la primera parte de la temporada. Perderles o, sin mucha sutileza, invitarles a salir trasladaría algunas pésimas consecuencias: comprometer el trabajo de Flick –véase caso Iñigo Martínez–, prescindir de dos futbolistas más que significativos por muchas razones y enviar un mensaje contrario a lo que el Barça significa actualmente. De un plumazo empezaría a romperse esa cualidad inmaterial y tan rara en el fútbol que es el encanto.