La primera vez que celebré a un equipo que no era mío, con toda la liturgia, fue en el derbi de Soweto, un Orlando Pirates contra los Kaizer Chiefs. Mi amigo Mophethe llevaba meses insistiéndome en acompañarle al estadio a ver ganar a los Piratas y cada vez que me veía cruzaba las muñecas frente al pecho con los puños cerrados, imitando el símbolo del escudo de su equipo. Mophethe le ponía tanta solemnidad a aquel gesto que, aunque más que un fan entregado parecía un señalero de aeropuerto, me enterneció su insistencia y accedí a acompañarle a ver el partido. No recuerdo demasiado el encuentro y no descarto que acabara 0-0, pero no olvidaré jamás la mutación de mi colega. En cuanto pitó el árbitro, Mophethe se transformó en un hooligan desbocado que celebraba los córners y hasta algún resbalón. Evidentemente, me contagió. Conseguí unas banderitas, me pinté dos líneas negras en la cara como si fuera un Rambo del Hacendado y en el minuto quince crucé las muñecas con los puños cerrados y seguí así hasta el minuto 92. Desde entonces, si me preguntan, soy de los Orlando Pirates a morir.
La segunda vez que celebré a un equipo que no era mío, con toda la liturgia, fue a la Argentina de Messi en el Mundial. Me vi todos los partidos de aquella selección y fui afinando el acento porteño a medida que los de Scaloni pasaban de ser unos mantas a guerreros espartanos. En aquellas semanas no bebí mate de milagro, probablemente porque no supe dónde comprar la cazuelita esa con la caña de metal. El día de la final contra Francia convertí mi sofá en la Bombonera, sufrí como si la victoria de Messi computara como diez Champions del Barça y hasta solté algún “vamos, carajo, la concha de mi madre” desde el balcón.
La segunda vez que celebré a un equipo que no era mío, con toda la liturgia, fue a la Argentina de Leo
Absolutamente lamentable.
Por eso esta semana, cuando tras el partido contra Venezuela, Messi dijo lo normal, que a sus 38 años lo más lógico es que no llegue al próximo Mundial, a mí me dio una punzada en el corazón. Sé que es un farol y Messi jugará la Copa del Mundo del próximo verano aunque sea haciendo la croqueta, pero a mí, que los parones de selecciones se me hacen interminables y mi única preocupación es que los jugadores culés vuelvan con las rodillas enteras, me parece imprescindible que Messi dispute su último Mundial, le graben un documental titulado Last Dance y se despida como dios manda cuando Argentina pierda contra Jamaica en cuartos de final.
A mí me gustaría que Messi se fuera a casa con un segundo Mundial debajo del brazo, claro, pero la experiencia de los Orlando Pirates me ha enseñado el peligro de abrazar equipos ajenos: desde que me hice de los Orlando de mi amigo Mophethe, los he gafado para siempre. Van doce años y no han vuelto a ganar una liga en Sudáfrica.