Los entrenadores de los tres equipos catalanes de primera –Girona, Espanyol y Barça– encarnan la evolución del fútbol de élite y del nivel de exposición pública que exigen los banquillos. Con un mínimo de ochenta conferencias de prensa por temporada –más de cien en el caso del Barça–, los entrenadores se convierten en portavoces del club y en involuntarios creadores de contenidos explotados con una voracidad mediática que ni pueden ni quieren controlar. La maquinaria de la actualidad les pide opiniones no solo sobre el juego sino también sobre el club, la competición, los árbitros y, si se tercia, sobre Trump o Palestina.
Hoy quien más sufre es Míchel. Ha pasado de una veneración transversal por un estilo de juego vistoso –y la naturalidad con la que está aprendiendo catalán– a vivir las turbulencias de una plantilla que no le responde y una afición que, cohesionada por grandes momentos de épica, descubre la impaciencia de la mayoría de los seguidores. Manolo González, en cambio, tiene todas las ventajas del entrenador de la casa. No pierde ni un segundo en quedar bien, ni en cultivar una imagen prefabricada ni en ceñirse al repertorio oficial de tópicos. González transmite una autenticidad que, por interés o convicción, ha sabido contagiar a su equipo y que, ante una derrota como la del sábado contra el Madrid, argumenta con orgullo y sin grandilocuencias.
A los entrenadores extranjeros les exigimos menos que a los de casa
En la historia contemporánea del Espanyol también hay precedentes de filosofía futbolera, como Azkargorta, Bielsa o Luis Fernández, que decía que el éxito no se imita sino que se crea. El éxito del Espanyol transmite esta sensación de creación, no desde ningún laboratorio sino de la fórmula de trabajo, compromiso y un equilibrio entre lo que puedes y lo que quieres hacer, que es lo que, aparentemente, le está faltando al Girona.
Hansi Flick, en cambio, tiene la ventaja del idioma, incluso cuando, como ayer, se cabrea tras volver a probar la exasperación que provocan Bordalás y su Getafe. Un alemán que se expresa en inglés ya suscita un tipo de atención diferente a si, como le pasó a Xavi, le conociéramos los los giros y contradicciones que definen a los culés. Si existiera un exigímetro diseñado para medir el nivel de exigencia de un entrenador, constataríamos las diferencias entre las expectativas que reclamamos a los entrenadores de casa y a los extranjeros. Hasta ahora Flick ha sabido explotar al máximo el momento de desconcierto de cuando llegó. Ha limitado la dimensión extradeportiva del equipo y ha blindado el famoso staff y, hasta donde ha podido, unos jugadores que, a medida que crezcan y maduren, serán cada vez más vulnerables a las servidumbres y dependencias del entorno. Ayer, sin embargo, el equipo respondió con un partido intenso, de juego rápido, eficaz, contundente y comprometido. Partidos como este ayudan a disipar la posibilidad de depender en exceso de un Lamine Yamal que hoy se confirmará como el extraordinario jugador que es. Y lo hará sin traicionar su legítima propensión a las celebraciones. En París, el séquito de la expedición a la gala del Balón de Oro incluye quince amigos y familiares y cinco miembros de su equipo de comunicación. Eso es entorno y lo demás son puñetas.

Hansi Flick gesticula durante el partido contra el Getafe