Un golpe de riñón antes de cruzar la meta separó por milímetros a Tim Merlier de Jonathan Milan. Ambos se habían enzarzado en un cara a cara por el triunfo de la tercera etapa. El italiano, que debuta en el Tour, impresiona por la potencia que le otorga su enorme corpachón. El belga, larguirucho pero de menor presencia, es una bala acostumbrado a romper el viento. Se impuso Merlier, el velocista más en forma de este 2025, en el que ha celebrado ya once triunfos, nadie ha sumado más que él.
El emocionante desenlace en Dunkerque nada tuvo que ver con lo vivido anteriormente en la tercera etapa. Una procesión, un paseo cicloturista, un rebaño manso por las largas rectas de unas tierras de profunda influencia flamenca, en una zona fronteriza con Bélgica. Allí donde en otro tiempo se libraron batallas por la supervivencia, -si por algo es famoso Dunkerque es por la operación dinamo, donde más de 300.000 aliados lograron huir ante el acoso del ejército Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial-, esta vez primó un pacifismo irrespirable. Sesteó el pelotón de manera deshonrosa. Nada de ambición. Ninguna intención de atacar. Y si hubo ataques fueron para cachondearse de su propia pereza, como los de Wellens y Politt, nada más comenzar la etapa.
La carrera bordeó intencionalmente en su inicio el bosque de Arenberg, cuyo terreno adoquinado convierte en un infierno la aclamada París-Roubaix. El recorrido reservó en cambio una excursión por sendas amplias y sin dificultades. El bodrio solo se vio interrumpido por dos situaciones también lamentables. La primera fue la caída de Jasper Philipsen, ganador de la primera etapa y portados del maillot de la regularidad. El belga fue defenestrado por un Bryan Coquard (Cofidis) que venía desequilibrado tras codearse con Laurenz Rex (Intermarché). El de Alpecin se golpeó con la espalda sobre la carretera y tuvo que recibir oxígeno en la cuneta. Una baja de nivel para esta edición del Tour.
Malos modos, varias discusiones y una sensación de peligrosidad inundó el pelotón. Si había poca predisposición para la combatividad, a partir de ese momento se ralentizó todavía más la marcha.
Lo que sucedió a continuación fue más propio de un guion de una película de Buñuel. El surrealismo se apropio del Tour y pasó algo que ni los más viejos del lugar recuerdan. A 36 kilómetros para la meta Tim Wellens, campeón de Bélgica y escudero real de Pogacar, pidió permiso a los corredores presentes en la cabeza del pelotón para un ataque. El educado belga no pretendía llegar a meta, sino sumar el punto de la montaña que se otorgaba en el Mont Cassel, a 32 de meta, para así liberar del maillot de puntos a Pogacar, que provoca una pérdida de tiempo en el podio tras cada jornada. Lo absurdo no fue solo que pidiese permiso el caballeroso belga, sino que en cuando alcanzó su objetivo, y tras acumula 1,40 de ventaja a solo 30 kilómetros de meta, decidió parar y esperar al adormilado pelotón.
Fue a falta de 10 kilómetros para el final cuando se lanzó la carrera. Y fue llegar la velocidad y volver las caídas. Evenepoel se fue al suelo sin consecuencias. Jordi Meeus (Bora) no tuvo tanta suerte y tuvo que ser atendido sobre el asfalto. Otra caída ya con el sprint lanzado dejó a varios corredores por el suelo antes de que Merlier provocase el delirio en la meta de los aficionados belgas: “¡Tim, Tim, Tim!”.