Y volver, volver, volver

La prórroga

Y volver, volver, volver
Barcelona

La obligación de un periodista, sea este deportivo, económico, político o redactor de horóscopos, es estimular su espíritu crítico como si de un músculo esencial se tratara. Hay veces, sin embargo, que las ganas de examinar los hechos se reprimen por energías centrípetas que responden a fuerzas de causa mayor, léase niñez, Barça, sentimientos y familia, poderoso nudo que maniata el ejercicio normal de la profesión. Resumiendo: hay jornadas excepcionales y uno no es de piedra.

Regresar al nuevo Spotify Camp Nou, aunque con una mitad hecha y la otra por hacer, remueve por dentro ya antes de entrar porque conecta el yo con tu motocicleta, y los dos, máquina y servidor, estábamos hartos de viajar a Montjuïc. La queja nacía de la lejanía del destino, en absoluto geográfica (es Barcelona y no el Pedraforca) sino emocional. El Estadi Olímpic empezó siendo una solución provisional pero acabó significando una larga condena que ayer, día del final del exilio, hubiera conllevado muerte por congelación. Salvados, pues, por la campana.

Abrazos y besos y un bullicio previo que solo los futboleros sabemos reconocer

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Aficionados en los aledaños del Spotify Camp Nou en el día del retorno 

David Ramos / Getty

Desde la Diagonal, y a través de la visera del casco, ya se divisaba el monstruo de piedra y hierro, aún rodeado de grúas pero tan nuestro como el piso de los abuelos, sede de alegrías, tristezas, excitación y tedio, porque si algo encadena el fútbol a la vida es su tremendo parecido.

Aparcada la Ducati, llega el encuentro con familiares en el cruce de Joan XXIII con Martí i Franqués, abrazos y besos y un bullicio interior previo que solo los futboleros sabemos reconocer. El mismo, sin apenas cambios, que nos agitaba el alma de pequeños cuando un socio nos pasaba un carnet sobrante para poder entrar en nuestra primera vez.

La entrada al estadio por una de sus bocas es metáfora del amor carnal, como cuando los cineastas antiguos intercalaban el plano de un tren de vapor penetrando por un túnel a modo de elipsis. La fusión la vive cada seguidor de forma muy personal y ahí las palabras sobran.

El partido se inicia y la primera impresión satisface a través de la mirada porque la estructura, a falta de conocer como será el resultado final cuando el estadio gane altura, es idéntica a la del viejo Camp Nou. La primera grada tiene ese aire e inclinación british que dotó de modernidad al club desde sus cimientos: luego llegaría el relato de la manera de jugar, también vanguardista.

En el descanso me topo con Xavier Bosch, culé, escritor y viceversa, de los que ejercitan con regularidad insobornable ese carácter indómito del periodismo que no le ríe las gracias al poder. Bosch tiene, en sentido literal, estatura europea, así que su cabeza roza el dintel de todos y cada uno de los pasos del corredor que da la vuelta completa al estadio en esa primera gradería. Convenimos ambos en que eso, después de una inversión de 1.500 millones de euros, es un disparate arquitectónico, pero nos vence la alegría del reencuentro en casa porque hoy es ese día en el que no toca discutirse con la familia como si fuera la noche de Navidad.

La casualidad hace que mi ubicación esté cercana a un bafle cuya potencia llega probablemente a Montjuïc. El estadio ha adoptado el ruido coreográfico con una normalidad repelente, que llega al extremo de poner música estridente a los goles acabados de marcar, una sinrazón que atenta contra la naturalidad de la celebración. Hay más detalles que manchan la memoria del viejo estadio, como la desproporción de asistentes entre socios y turistas, o el precio abusivo de las entradas, prohibitivo para las clases populares, pero un grito espontáneo de la grada que recuerda a Messi nos hace pensar que un día todo volverá a ser como antes. Aunque no sea verdad.

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