Esto se acaba. Aterrizábamos en Doha un 17 de noviembre, hace 32 días, iniciando una aventura hacia lo desconocido, y Qatar Airways nos ha informado de que el check-in para nuestro vuelo de vuelta ya está abierto. Parece increíble. Claro que a este Mundial aún le resta un partido, y qué partido, así que está prohibido bajar la guardia. Hay que mantener las rutinas y seguir juntando letras. El brazo de Messi es fuerte, nos repetimos, y a él seguimos agarrados. A esta Vida qatarí, a la que hasta hemos cogido cariño, le falta un último capítulo. En este espacio nos hemos aferrado a Euclides suplicando (sin ningún tipo de éxito) que el Gobierno qatarí entre en razón y facilite la vida a los vehículos –por suerte, viniendo de la Barcelona de Ada Colau ya teníamos un máster al respecto–. También nos fuimos bien acompañados a comer a un magnífico restaurante español en Doha sin desvelar ningún detalle confidencial. Hasta hemos paseado por un museo sin obras de arte y con forma de ovni e incluso nos hemos ido de compras por un centro comercial regado por un canal veneciano. Deben ser gajes del oficio. Entre una cosa y otra, muchas vivencias personales y profesionales. Si el Mundial se alargara un poco más –Infantino, no escuches a este impío– nos daría tiempo de investigar (y escribir) por qué hay millones de barberías para hombres en Qatar, todas abiertas hasta las 3 de la madrugada y, sobre todo, siempre llenas. O por qué los qataríes tienen pasión por limpiar sus coches a la una de la madrugada y no les faltan locales abiertos donde elegir. La Vida qatarí da mucho de sí. En el desierto la vida empieza cuando desaparece el sol y eso nos ha beneficiado, para qué engañarnos. Caminar de noche con las calles repletas de gente es de una tranquilidad supina. Y llegar al hotel desde los distintos estadios, siempre pasada largamente la medianoche, y encontrar locales abiertos para cenar o poder entrar al hipermercado de la esquina a comprar el yogur de turno siempre se agradece. En materia futbolística, a falta de la final, el Mundial ha celebrado ya 21 jornadas de competición desde aquel lejano Qatar-Ecuador –nos suena tan añejo como el Mundial de 1966–, el pasado 19 de noviembre, cuando ya éramos casi un qatarí más. Tras la necesaria y compleja consulta a Pitágoras, y también a Euclides, que es casi de la familia, el balance arroja nuestra asistencia a 21 partidos, todo un lujo y un sueño –gracias–. El último, el 22.º, esta tarde, nos devolverá a Lusail, sin duda nuestro estadio preferido aunque sea el que menos hemos visitado. Una final merece un escenario a su altura. Amanecemos este domingo y Leo Messi se nos aparece por todas partes. Quizás hasta hemos soñado con él. Fue uno de los nuestros. Es uno de los nuestros. Y siempre será uno de los nuestros. Y hoy disputa el partido más importante de su vida y tendremos el privilegio de poder contarlo. De poder describir sus lágrimas, de alegría o de desconsuelo, porque lágrimas habrán, no lo duden. Y, por última vez, decimos para nuestros adentros: Al Salam Alaikom, Leo.