Lo dicen manuales estadísticos y estudios científicos.
De entre todas las disciplinas de todos los deportes, saltar con la pértiga es un acto acaso excesivo. La pértiga, alargada, elástica y tramposa como un junco, exige potencia, sentido del ritmo, coordinación, propiocepción, una osadía tan absurda como desproporcionada y un punto circense.
En el mundo del atletismo, el pertiguista es el trapecista y el malabarista, aquel fenómeno capaz de ejecutar movimientos imposibles: entre intento e intento, el pertiguista practica verticales, se pone boca abajo y camina sobre sus manos. Aguanta así veinte, treinta metros. También ejecuta saltos mortales hacia adelante y hacia atrás.
Si le preguntas el porqué lo hace, te responderá que lo hace por destensarse.

Mondo Duplantis se abraza a sus familiares, este domingo en Estocolmo
Para Mondo Duplantis (25), el salto con pértiga, la más retorcida de la especialidades deportivas, es un ejercicio tan apasionado como aparentemente sencillo.
Y todos se lo agradecemos.
Se lo agradecemos los aficionados y los plumillas. Y los dirigentes del atletismo, burócratas que necesitan referentes que alimenten a la bestia, que hagan rodar el mundo. Y los técnicos, aquellos que estudian las maravillas de Duplantis e intentan averiguar sus límites, sin intuirlos todavía.
También se lo agradecen los suecos.
Este domingo, Mondo Duplantis ha salido de su hogar en Estocolmo -vive entre la capital sueca y Lafayette, en Estados Unidos-, se ha desplazado hasta el Estadio Olímpico que había acogido los Juegos de 1912, cuánto tiempo ha pasado, ha saludado a su gente -”me falta batir la plusmarca ante mi gente, si tengo algún sueño, es ese”, aventuraba en la víspera-, ha contemplado el devenir de sus compañeros, los miembros de la familia de la pértiga, ha superado el 5,80 y el 5,90 (en este intento, la simulación virtual calculaba que Duplantis se había elevado hasta 6,16) y también el 6,00 a la primera.
Y cuando ya todos los rivales y amigos estaban eliminados, incluidos Marschall, Vloon, el infinito Renaud Lavillenie y el sobrevenido Karalis, Duplantis ha pedido que elevaran el listón hasta 6,28.
6,28 es el cielo y el récord del mundo, pero también un día en la oficina para el hombre normal: le ha bastado con un solo intento, un único vuelo, para romper su undécima plusmarca consecutiva y echar a volar aún más por el estadio, ahora ya enloquecido y fuera de sí.
Y allí hemos presenciado escenas del pasado reciente.
Hemos presenciado la liturgia del campeón que todo lo ha ganado y se ha quedado a solas en el trono de su disciplina, coleccionista de récords y vítores que despierta una envidia sana pues todos le quieren y le admiran: el golpeteo en el pecho, el beso con su pareja, Desiré Inglander, una modelo y una celebrity en Suecia, con sus 742.000 seguidores en Instagram, los abrazos con sus padres, sufridos ex atletas y sufridos anfitriones cuyos anhelos de juventud han pasado al crío.
Una disciplina circense
Para Duplantis, la pértiga, la más retorcida disciplina, es un ejercicio tan pasional como sencillo
Mondo Duplantis es aquel joven que en la infancia en Lafayette volaba en el patio trasero de la casa, enfrentándose a sus hermanos, y que luego iba de aquí para allá, entre gimnasios, pabellones, polideportivos cubiertos y pistas desparramadas por todo Estados Unidos, batiendo todos los récords del mundo de todos los críos de su edad, los de diez, los de doce, los de catorce... todos hasta convertirse en un ser intocable, tan invencible que ya ha ganado dos oros olímpicos, tres oros mundiales, otros tres en pista cubierta, otros tres oros europeos, todo ello de un tirón, haciendo de su antecesor, el zar Sergéi Bubka, alguien tan pequeño como Sampras, Agassi o Borg lo han sido para el Big Three del tenis.
¿El límite?
No hace mucho tiempo, algunos especialistas calculaban que el techo de la pértiga podría encontrarse sobre los 6,30. Visto así, se diría que el límite del ser humano se halla al doblar la esquina...