Quien ha seguido el tenis en este 2025 recordará esta escena. Me remonto a mediados de julio en Wimbledon, a la final entre estos mismos colosos, entre Alcaraz y Sinner. Cuando el partido empieza a decantarse del lado del italiano, el murciano se desespera. En un descanso, vocea a su palco:
–¡Desde el fondo de la pista, Sinner es mejor que yo, infinitamente mejor que yo!
Media hora más tarde, Alcaraz entrega el título al italiano, y los augures (entre quienes me incluyo) se quedan con lo que han visto y con lo que Alcaraz ha lamentado en el Centre Court de Wimbledon:
–Simplemente, Sinner es mejor...
(...)
Luego, Alcaraz se contradice a sí mismo. Dice que ni hablar, no acepta el destino que él mismo se está marcando.
En los cuarteles de verano, se conjura junto a su gente.
Quien ha seguido el tenis en este 2025 lo estará advirtiendo ahora: el Alcaraz que ha comparecido en estos días en Nueva York es más elástico, es gatuno, y exhibe una madurez sobrevenida, nunca le habíamos visto así. La variedad de recursos y la imprevisibilidad siguen siendo su marca de aguas. Pero a todo ello le ha añadido un detalle imprescindible. La estabilidad.
Este ya no es aquel adolescente talentoso que arrancaba como un ciclón y luego, arrullado por su propio talento, se destensaba, sesteaba y le daba vida al adversario. Ahora, Alcaraz es un tenista consistente e implacable. No muestra fisuras, no hay por dónde pillarle. Su juego es un mosaico de ritmos, tan pluridimensional que los rivales no saben qué viene ahora: cada vez que Sinner golpea, Alcaraz le devuelve una sorpresa. Ahora alarga un intercambio, ahora recorta con una dejada, ahora llega a una derecha que parecía perderse en una esquina de la pista. Cuando todo acaba, Sinner se va diciéndose:
–¿Que yo soy mejor que Alcaraz? Pues no sé...
(Esta historia no ha acabado: en el próximo capítulo, veremos a un Sinner mejorado).