Donald Trump y el cambio de pantalla

Management 

Las cadenas de suministro hace tiempo que se adaptan a un mundo más fragmentado, incierto y proteccionista

President Donald Trump gesture from the stairs of Air Force One at Joint Base Andrews, Md., Friday, March 21, 2025, (AP Photo/Luis M. Alvarez)

El presidente Donald Trumpen una de sus apariciones

Luis M. Alvarez / Ap-LaPresse

En 1978, China anunciaba un cambio en su política económica, con el objetivo de modernizarla y abrirla al mundo. Aquel episodio supuso un punto de inflexión hacia la globalización comercial, ya que se producía en un contexto en el que todas las fuerzas parecían empujar en la misma dirección. Por un lado, existía una corriente política liberal liderada por figuras como Margaret Thatcher o, poco después, Ronald Reagan. Por otro, una tendencia social que veía con buenos ojos todo lo que sonara a cosmopolitismo e internacionalización. Y, finalmente, un interés empresarial muy claro: la consolidación del contenedor marítimo había abaratado como nunca el transporte transoceánico, y las cadenas globales se veían como una magnífica oportunidad para reducir costes.

Ahora, casi medio siglo después, podríamos encontrarnos ante otro momento decisivo. Y es que los aranceles de Donald Trump llegan en unas circunstancias que recuerdan a los años setenta (pero justo al revés). También hay una corriente política creciente, esta vez de carácter proteccionista, que se extiende por varios países. Paralelamente, existe una tendencia social cada vez más receptiva a todo lo que implique producción local y consumo de proximidad. Y, nuevamente, hay un interés empresarial: las cadenas de suministro globales han sufrido disrupciones graves (pandemia, bloqueos, guerras) que han puesto en duda su fiabilidad.

Por tanto, incluso en el supuesto de que el presidente estadounidense acabe dando marcha atrás, el cambio de pantalla parece inevitable. Algunas voces aseguran que hemos iniciado un giro de 180 grados, que nos llevará de cabeza a la desglobalización. Pero probablemente sea más sensato pensar en un viraje de 45 grados, que nos acerque a una “globalización fragmentada”. Según este modelo, el mundo se dividirá en cuatro o cinco grandes bloques económicos, cada uno con sus propios centros de consumo y sus cadenas de valor.

Hay una corriente social que apuesta por el producto local y el consumo de proximidad

En las próximas semanas continuará el intercambio de declaraciones entre las grandes potencias mundiales, con hipotéticos anuncios de nuevas alianzas comerciales. Pero conviene recordar que las mercancías no las mueven los políticos, sino las empresas. Y que los contenedores no cambian de destino por decreto. En este sentido, cuesta imaginar que una bodega del Priorat que vende medio millón de botellas a un importador norteamericano deje de hacerlo de golpe porque los costes aumenten un 20%. Ni encontrará automáticamente un comprador alternativo que le absorba el mismo volumen al otro lado del mundo. Por tanto, estamos hablando de una transformación lenta y progresiva, llena de ajustes microeconómicos.

Es bien sabido que las consecuencias inmediatas de la oleada proteccionista serán el aumento de precios, la reducción de márgenes y la ejecución de ajustes logísticos para evitar aranceles. Pero si el movimiento se consolida, el cambio será profundo. Muchos negocios construidos sobre estrategias de low cost global (producir donde es barato, transportar a gran escala y vender en países ricos) tendrán que reinventarse. Y eso también puede ser una oportunidad para aquellas empresas que han apostado por la calidad, la productividad o la proximidad como eje competitivo.

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La intensidad y duración del salto está por ver. Y seguro que surgirán discursos apocalípticos. Por eso es recomendable aferrarse a la convicción de que, pese a todo, al día siguiente siempre acaba saliendo el sol. Sin ir más lejos, ya han pasado cinco años del Brexit, y el mundo continúa girando. Además, en Estados Unidos, como aquí, tienen la ventaja de contar con un sistema democrático que, si bien no garantiza un buen gobierno, al menos ofrece la oportunidad de cambiarlo cada cuatro años.

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