El sector del medicamento está hoy desatado y no se sabe cómo ligarlo, haciendo justicia a su realidad. Se trata de un input de la asistencia sanitaria que, para las cuentas públicas, crece muy por encima del crecimiento de la renta y del propio gasto sanitario financiado. Aquí y en todas partes, además, se observan costes incrementales de nuevos fármacos muy por encima de los beneficios de salud que añaden, aunque estos son positivos. La industria se quiere mover como un todo, siempre hablando de medias, a pesar de la heterogeneidad de las contribuciones de los productos más innovadores y eficientes frente a los que lo son menos.
Las respuestas de los reguladores, hoy, hacen pecadores por justos, a la vista de la pobre manera con la que distinguen la aportación del fármaco a la salud poblacional. Eso incluye desde los que son tratamientos de enfermedades raras, productos huérfanos para la población que las soporta de manera grave, hasta los más prevalentes en la lucha contra el cáncer o contra la epidemia de la obesidad, para una mejora de la calidad de vida. En España, el totum revolutum de acciones (medidas y ocurrencias, nuevas y viejas) y de reacciones (al unísono, la industria contra la propuesta de cualquier nueva ley de medicamentos) nos sitúa en un callejón sin salida.
Medicamentos en una farmacia
Querríamos tener una agencia independiente que pusiera orden en el catálogo de aquello públicamente financiable; pero no la podemos tener, vista la batalla partidista que su simple mención genera. Nos queremos poner de acuerdo en ciertos principios genéricos (pagar el fármaco por el valor que aporta), pero no podemos acordar qué entendemos por valor o resultados.
Sabemos que no es sano vivir instalados en el favorecer más y más actividad asistencial (tratamientos y procesos) y no la prevención; pero creada la lista de espera, no podemos desincentivar la actividad, dejando de pagar por volumen a los proveedores.
Querríamos que el medicamento se integrara en la cadena de producción de la salud, sustituyendo otras partidas de gasto, pero no es posible mientras se contemple el fármaco aisladamente y la gestión sanitaria pública esté incapacitada, legal y prácticamente, para poner en práctica tal sustitución. Así, “más” siempre aparenta ser “mejor”, hinchando sin cesar los costes sanitarios.
Nos gustaría dar a la industria un marco estable para que esta confrontara las inversiones que se requieren al medio plazo, pero no podemos garantizarlo con coyunturas presupuestarias de corto plazo poco discriminantes. Iría bien tener precios más dinámicos y competentes (quien quiera la marca y no el genérico, que pague la diferencia), pero no podemos hacerlo en la medida en que todos los copagos se malentienden como contrarios a la equidad. Convendría que el sector fuera transparente en precios e indicaciones, pero no lo puede ser si se quiere evitar comercio paralelo entre países y desabastecimientos locales. Estaría bien evitar intermediaciones en muchos productos, pero la regulación, a estas alturas, casi no permite la venta directa.
Se pensaría que conviene liberalizar las oficinas de farmacia, pero no se ve cómo se podría garantizar el servicio por todo el territorio. Sería interesante profundizar al compartir riesgos entre el financiador y el proveedor de un tratamiento nuevo, pero no lo podemos hacer a corto plazo, cuando se fija el precio, ni vencer la incertidumbre de la posibilidad de que no funcione para una indicación o grupo de individuos concreto en el término medio.
Querríamos un catálogo razonable de qué entra y qué no entra en el sistema público, pero la cultura política del país no entiende aquello racionado como diferente de una discriminación negativa.
Queremos contar con un sector biofarmacéutico de primera en ingresos, creador de riqueza, de empleo y de comercio exterior; pero no lo podemos pagar desde la restricción impuesta sobre el gasto sanitario.
Querríamos, en favor de la competencia, flexibilizar el sistema de patentes; pero nos da miedo perder la motivación en la innovación.
El sistema está muy trabado, desde la conciencia de que el estado actual de cosas no puede perpetuarse, pero, de momento, no se puede avistar ningún camino para solucionarlo.