Nvidia, o cómo un restaurante con agujeros de bala alumbró el futuro de la humanidad: “La innovación es hija del azar disciplinado, no de la planificación estratégica”

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La historia de Nvidia, ahora narrada en el libro ‘The thinking machine’, revela cómo las grandes revoluciones tecnológicas llegan siempre por caminos inesperados y paradójicos

Jensen Huang, CEO de Nvidia

Jensen Huang, CEO de Nvidia

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En 1993, tres ingenieros se reunieron en un Denny's de San José para fundar una empresa. El restaurante tenía la ventana acribillada a balazos, el ambiente era sórdido y la idea, aparentemente modesta: fabricar chips para que los videojuegos se vieran mejor en el ordenador. Treinta años después, esa empresa —Nvidia— vale más que tres billones de dólares y controla la infraestructura de la revolución de la inteligencia artificial. La paradoja se cuenta por sí sola: mientras el mundo se pregunta quién gobernará el futuro de la IA, la respuesta ya estaba servida en un plato de patatas fritas de un Denny's con olor a pólvora.

La biografía de Jensen Huang que Stephen Witt presenta en The Thinking Machine, ahora publicado en Estados Unidos, es, ante todo, una lección sobre la naturaleza impredecible del progreso tecnológico. Nvidia pasó dos décadas perfeccionando la computación paralela para una aplicación específica: renderizar triángulos y texturas en pantalla para que Quake y Counter-Strike lucieran espectaculares. Nadie —ni Huang— imaginaba que estaban construyendo sin saberlo la plataforma hardware perfecta para entrenar redes neuronales. Como escribió Nassim Taleb sobre los cisnes negros, los eventos que cambian el mundo suelen llegar por rutas que nadie previó.

La ironía tiene una vuelta de tuerca más si consideramos que durante años, CUDA —la plataforma de software que abría las GPU a programadores no gráficos— fue ridiculizada como un proyecto ruinoso. Wall Street no entendía por qué Huang desperdiciaba miles de millones en lo que él mismo llamaba “el mercado de cero mil millones de dólares”. Los analistas tenían razón en sus cifras, pero se equivocaron de época. CUDA era una apuesta existencial sobre un futuro que aún no había llegado, una inversión en la serendipia. Como los grandes mecenas del Renacimiento que financiaban arte sin saber que estaban creando las bases de una revolución cultural, Huang financió durante una década una tecnología huérfana esperando que alguien, algún día, la adoptara.

CUDA era una apuesta en el mercado de cero mil millones de dólares. Una inversión en la serendipia

Ese alguien llegó en 2012 con AlexNet. Tres investigadores de Toronto —Geoffrey Hinton, Ilya Sutskever y Alex Krizhevsky— utilizaron dos GPU GeForce de consumo para entrenar una red neuronal y pulverizaron todos los récords de reconocimiento de imágenes. El margen de mejora fue tan brutal que los organizadores del concurso pensaron que había algún error. Era como si, según una analogía del propio libro, “el récord de velocidad terrestre hubiera sido batido por cien millas por hora de diferencia en un Honda Civic”. Ese momento —que Witt denomina el “Big Bang de la IA moderna”— validó retrospectivamente una década de inversiones aparentemente irracionales.

La historia de Nvidia ilustra algo que los estudiosos de la innovación conocen bien pero que raramente se discute en los medios económicos: las tecnologías disruptivas casi nunca emergen de donde se las espera. Alexander Fleming descubrió la penicilina por un accidente de laboratorio. Tim Berners-Lee inventó la web para que los físicos del CERN compartieran documentos. Los hermanos Wright construyeron el primer avión porque tenían una tienda de bicicletas y entendían de mecánica. La lista es infinita, pero el patrón es constante: la innovación es hija del azar disciplinado, no de la planificación estratégica.

Lo fascinante del caso Nvidia es cómo Huang intuyó esta dinámica sin teorizarla. Su obsesión con The Innovator's Dilemma de Clayton Christensen lo llevó a atacar sistemáticamente mercados nicho que los grandes jugadores despreciaban. Primero fueron los videojuegos, luego la computación científica, después la IA. Cada victoria le daba acceso al siguiente nivel de la cadena de valor. Era una estrategia de “surfear las olas” antes de que llegaran, apostando por tecnologías que tenían aplicaciones limitadas pero un potencial explosivo si las circunstancias cambiaban.

La innovación es hija del azar disciplinado, no de la planificación estratégica

Pero tal vez el aspecto más inquietante de esta historia sea cómo el poder se concentra por accidente. Nvidia no planeó convertirse en el monopolio de facto de la IA; simplemente ocurrió. Su arquitectura resultó ser la más adecuada para las redes neuronales profundas, y cuando estas explotaron, Nvidia se encontró con que controlaba el grifo. Hoy, entrenar un modelo de IA de vanguardia requiere decenas de miles de chips H100 de Nvidia que cuestan 40.000 dólares cada uno. Google, Meta, Microsoft y Amazon compiten por conseguirlos como si fueran reliquias sagradas. Es un poder que da vértigo: una decisión de Jensen Huang sobre producción o precios puede acelerar o frenar el desarrollo de la IA mundial.

Esta concentración involuntaria de poder plantea preguntas incómodas sobre el futuro. Si la IA es realmente la tecnología transformadora que promete ser, ¿es sensato que dependa de los caprichos de una sola empresa? La respuesta de Huang a estas preocupaciones —visible en el libro cuando explota contra las preguntas del autor sobre riesgos existenciales— revela algo perturbador: quienes construyen el futuro no siempre reflexionan sobre sus consecuencias. «Somos gente seria haciendo trabajo serio», le grita a Witt cuando este le muestra un clip de Arthur C. Clarke sobre inteligencia artificial. La frase es reveladora: para Huang, la IA no es ciencia ficción sino ingeniería; no es filosofía sino negocio.

Finalmente, la historia de Nvidia nos confronta con una verdad incómoda sobre nuestro tiempo: las decisiones que determinarán el futuro de la humanidad se están tomando en salas de juntas de empresas privadas, por ejecutivos que a menudo no comprenden completamente las implicaciones de lo que han puesto en marcha. Jensen Huang pasó décadas construyendo herramientas para que los adolescentes mataran alienígenas en sus ordenadores. Sin saberlo, estaba construyendo las máquinas que podrían hacer obsoleta a la inteligencia humana. Es una paradoja que, por cierto, seguramente habría fascinado a Borges: el destino de nuestra especie decidido en un Denny's con la ventana agujereada.

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