La inversión de 5.000 millones de dólares de Nvidia (4% del capital) dio a Intel su mejor día en cuatro décadas (+23%) y la ha devuelto al centro del relato de la inteligencia artificial. Se suma a la entrada del Gobierno de EE.UU., que se ha convertido en el mayor accionista, con el 10% de la compañía, y a los 2.000 millones de SoftBank. El mensaje es claro: Intel es estratégica y no va a caer.
El acuerdo con Nvidia implica que Intel diseñará CPU x86 personalizadas y otros productos que integrarán las tarjetas gráficas de Nvidia. Para los inversores, es un catalizador evidente: liquidez para reactivar la inversión en fábricas, un cliente de referencia y una narrativa de recuperación que devuelve confianza en la compañía.
El cofundador y consejero delegado de Nvidia, Jensen Huang
Pero el gran problema sigue ahí: su negocio de fundición. Intel continúa sin clientes relevantes y con pérdidas de miles de millones. Nvidia seguirá fabricando con Taiwan Semiconductor Manufacturing (TSMC) y solo recurrirá a Intel para el montaje final de los chips. La brecha tecnológica con su rival taiwanés no se cierra.
A corto plazo, la operación es un impulso claro para el balance y el producto. A medio, todo dependerá de la ejecución: atraer clientes que den carga real a la fundición o dar el paso de escindir diseño y fabricación para facilitar alianzas.
El riesgo añadido es político. La presencia del Gobierno como principal accionista ofrece un colchón estratégico, pero también puede abrir la puerta a presiones futuras que condicionen la gestión. Esa ambigüedad puede generar conflictos entre eficiencia empresarial y objetivos estatales.
Intel vuelve a estar en el radar. Pero para que sea algo más que un rebote, deberá demostrar que puede fabricar para terceros al nivel de TSMC o reestructurarse para lograrlo.