Francia juega con el riesgo y se resiste a bajar su deuda

En portada: la crisis francesa

La falta de consenso político y social para recortar el Estado de bienestar o subir impuestos es el gran hándicap de la segunda economía europea

Demonstrator holds a placard that reads,

Protesta para lograr de mejores pensiones, el jueves en París 

Michel Euler / Ap-LaPresse

Francia lleva demasiado tiempo bailando al borde del acantilado. Su economía, la segunda de la zona euro, crece poco, la débil demografía es un reto muy serio para el futuro y no hay manera de forjar un consenso político y social para reducir una deuda pública que llega al 115,6% del PIB. En menos de un año ha habido tres crisis de gobierno y nada garantiza que el actual Gabinete de Sébastien Lecornu saque adelante el presupuesto del 2026, ni que este, fruto de compromisos con la izquierda y la derecha, ofrezca garantías creíbles de rigor y de cambio de rumbo.

Thierry Breton, exministro de Economía de Jacques Chirac y excomisario europeo para el Mercado Interior, invitado casi a diario a las tertulias televisivas porque no se muerde la lengua, no se cansa de repetir que “Francia es el último de la clase en Europa”. “Damos una imagen detestable de nuestro país, que no quiere ver los problemas ante sus ojos”, comentó Breton sobre las recientes decisiones de la Asamblea Nacional de subir numerosos impuestos.

Sin la moneda única, Francia hubiera tenido que devaluar ya varias veces su divisa para corregir desequilibrios

La opinión de Breton la comparten otros economistas, como el profesor Patrick Artus, exalto cargo del Banco de Francia y con amplia experiencia en el sector privado. “Los franceses no tienen ningún respeto por el dinero público”, aseguró Artus en una entrevista con Dinero . A su juicio, “Francia es un polizón en la zona euro, porque impuso en su día ajustes presupuestarios extremadamente violentos a España, Portugal, Irlanda o Grecia, pero no se aplica para ella esas mismas reglas”.

Ante la imposibilidad manifiesta de aceptar el rigor en las cuentas, porque los partidos políticos saben que la ciudadanía rechaza los sacrificios –ya sea suprimir dos días festivos, elevar la edad de jubilación o congelar salarios de funcionarios y pensiones– y les costará votos, Artus piensa que Francia solo se moverá presionada desde el exterior, en el caso de que la prima de riesgo (el diferencial con Alemania del tipo de interés del bono a diez años) crezca de manera peligrosa y el Banco Central Europeo (BCE), para evitar la insolvencia de París, decida comprar masivamente deuda francesa a través del mecanismo TPI (siglas en inglés de “instrumento de protección de transmisiones”), como hizo Mario Draghi durante el clímax de la crisis de deuda soberana.

Economistas como Gabriel Zucman insisten en que debe aumentar la presión fiscal a los más ricos

 Sin embargo, el problema es que los inversores ya anticipan que, llegado el caso, el BCE salvará a Francia, por lo que la prima de riesgo no se dispara y el banco central carece de justificación para actuar. Es un pez que se muerde la cola, una paradoja, que permite a Francia seguir con la deriva del endeudamiento.

Para Nicolas Baverez, historiador, economista y editorialista de Le Point y Le Figaro, podría darse el caso de que un futuro gobierno de extrema derecha se viera obligado a aplicar una política drástica de austeridad –pese a ser contrario a sus promesas electorales– forzado por las circunstancias y la presión de socios europeos e inversores. Baverez recuerda que fue precisamente un gobierno de izquierda radical, el de Alexis Tsipras, el que hubo de aplicar los recortes más dolorosos durante la crisis griega.

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El presidente francés, Emmanuel Macron  

Para esta corriente de pensamiento, los problemas de Francia se remontan a la llegada al poder del socialista François Mitterrand, en 1981, o incluso antes, a las crisis petroleras de los años setenta. El último presupuesto francés sin déficit fue el de 1974. Pero con Mitterrand, que permaneció en el Elíseo durante 14 años –un periodo en el que se planificó la unión monetaria europea– en Francia se instauró una cultura del endeudamiento para financiar conquistas sociales como la jubilación a los 60 años, la reducción de la semana laboral a 35 horas y la quinta semana de vacaciones al año. Es evidente que se ha pagado un precio muy alto de esa política porque ni la demografía ni la productividad han permitido absorber el coste.

El último año en el que Francia tuvo un presupuesto sin déficit fue en 1974. Luego la deuda ha crecido sin parar

La pandemia y la guerra de Ucrania contribuyeron a engordar la deuda porque Emmanuel Macron impulsó una política bautizada como “cueste lo que cueste”, de ayuda masiva a empresas y autónomos para aliviar el shock de inactividad.

El euro ha tenido un efecto perverso. Francia se ha beneficiado del rigor de Alemania y otros países virtuosos, que ha garantizado una moneda única estable y tipos de interés bajos durante muchos años. Si Francia hubiera conservado su moneda nacional, habría sufrido varias devaluaciones para corregir el desequilibrio, pero obviamente eso no ha sido posible.

“Francia es un polizón en la zona euro porque no se aplica las reglas impuestas a otros”, afirma Patrick Artus

La financiación del Estado del bienestar es el principal hándicap de Francia, aunque sus administraciones también deberían hacer una cura de adelgazamiento de burocracia y entes de dudosa utilidad.

En este contexto, la economía aguanta porque Francia posee sectores industriales de excelencia que exportan mucho. Son básicamente cuatro: la aeronáutica, la producción de armamento, la industria farmacéutica y los artículos de lujo. No obstante, se trata de sectores en cierto modo antiguos, en los que el país ya brilla desde hace decenios. Francia, como el resto de Europa, lleva retraso el ámbitos como la biotecnología o la inteligencia artificial.

La exportación de aviones, armas, fármacos y artículos de lujo salva una economía renqueante

El debate sobre cómo sacar a Francia de su crisis de deuda sin poner en peligro sus conquistas sociales es continuo. Existe la escuela de economistas, más cercana a las posiciones de Macron y de los conservadores, que se opone a la subida de impuestos. El propio presidente lo dijo la pasada semana en un desplazamiento a la costa atlántica. “No se hace más grande un país atacando a sus campeones”, advirtió, en alusión a las previstas subidas impositivas para empresas y altos patrimonios. “No se hace un país más feliz cuando se impide a sus campeones conquistar nuevos mercados”, insistió.

Existe un sector de economistas cercanos a la izquierda que sí defiende con vehemencia una presión más alta a los franceses pudientes como manera para contribuir al equilibrio presupuestario. Entre ellos destaca Gabriel Zucman, profesor en Berkeley, que ha dado nombre a la célebre tasa para gravar los patrimonios superiores a 100 millones de euros. También figuran Thomas Pikkety y, como apoyo externo, el premio Nobel estadounidense Joseph Stiglitz.

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Hace pocos días, estos y otros economistas publicaron un manifiesto en la prensa recordando que la acumulación de riqueza se ha disparado en Francia, pues en 1996 las grandes fortunas detentaban el equivalente al 6% de PIB, mientras que en 2024 representaban el 42%. Los signatarios alertaban de que “las desigualdades extremas corrompen los sistemas políticos” porque estas élites superricas son dueñas de los medios de comunicación y financian las campañas políticas, además de bloquear a menudo grandes decisiones colectivas para afrontar crisis planetarias como la emergencia climática.

No puede decirse que Francia, tan orgullosa de su debate intelectual, no aborde el problema con seriedad, pero las posiciones son tan distantes que sigue sin atisbarse una salida pactada a la crisis.

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