La sociedad del bienestar está en riesgo en toda Europa y España no es una excepción. Allí viven 48,6 millones de personas: un 45% trabaja, un 5% está en paro, un 20% son jubilados, un 14% son menores de 15 años y un 16% son otras personas inactivas. Cada año, el grupo que entra en la jubilación ya es más numeroso que el de 25 años que entra en el mercado laboral. Según CaixaBank Research, la tasa de dependencia (población de más de 65 respecto a la de 25-64) es hoy del 36% y podría llegar al 61% en el 2050. Este escenario amenaza la sostenibilidad de las finanzas públicas: caída de ingresos fiscales y más gasto.
Mientras tanto, la economía crece, pero no en productividad. El PIB español ha avanzado, sobre todo, gracias al aumento de la población, pero el PIB per cápita lleva dos décadas estancado y ha perdido posiciones respecto a Europa. El motivo: un modelo económico de poco valor añadido que sufre las malas recetas económicas que han impedido la transición hacia una economía más industrializada, innovadora y diversificada, que permita generar más riqueza y mejores puestos de trabajo.
Desajuste
La prestación de desempleo debe estar vinculada a la búsqueda activa y real de trabajo y evitar ayudas que desincentiven
Hay palancas demográficas como la natalidad o la inmigración que son necesarias para aportar sostenibilidad al modelo, pero no son suficientes. Hace falta activar personas en edad de trabajar que hoy no contribuyen al sistema y reducir la tasa de población dependiente. ¿Cómo es posible que el país con más paro de Europa tenga empresas que no encuentran trabajadores cualificados? Una parte se explica por el desajuste demográfico causado por el envejecimiento, pero también por la existencia desincentivos al trabajo.
Un empleado en su puesto de trabajo
Y hay que hacer una distinción. Hay personas que no pueden trabajar por razones de salud o vulnerabilidad y es justo que el sistema de cobertura social se haga cargo, pero también hay quien, aprovechando resquicios del sistema, prefiere recurrir a la economía sumergida o alargar prestaciones sociales que, en ocasiones, generan un efecto contrario. En vez de ser una ayuda temporal y subvencionar una transición y mejora de su situación, acaban generando una trampa: una desmotivación subvencionada. Ya sea por el miedo de no poder volver a disponer de ella en caso de conseguir un trabajo pero perderlo. O porque no compensa trabajar a cambio de un sueldo igual o inferior a la prestación recibida sin trabajar, o por poco dinero más: “¿Por qué ir a trabajar?”.
Es un porcentaje pequeño pero con un impacto real sobre la economía. Urge revisar el modelo. La prestación de desempleo tendría que estar vinculada a la búsqueda activa y real de trabajo, verificable. Hace falta una revisión de la convivencia de prestaciones en algunas personas o familias que, lejos de incentivar una transición, funcionan cautivamente y fomentan la economía sumergida y el trabajo no cotizado. Y habría que explorar fórmulas alternativas como el impuesto negativo sobre la renta ( INR). El futuro de las próximas décadas dependerá de las decisiones de hoy. Si queremos mantener la sociedad del bienestar, necesitamos un sistema justo, sostenible y que ponga el trabajo y la generación de valor en el centro.