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Autocontrol como una cualidad de liderazgo

Opinión

Fernando Trías de Bes Escritor y economista. Profesor asociado de Esade

Llevo años colaborando con líderes empresariales. Al reflexionar sobre el pasado, muchas trayectorias profesionales que aparentaban ser estables se han desviado por un motivo fundamental: la incapacidad de gestionar y controlar las propias emociones. He presenciado ambas situaciones. Por un lado, aquellos que, bajo presión, se sumergen en un control minucioso, requiriendo que todo pase por sus manos. Cada pequeño detalle se convierte en una fuente de tensión. El personal se dedica a apaciguar su ansiedad en lugar de progresar. Por otro lado, se encuentran quienes se paralizan cuando la situación se torna difícil, demorando excesivamente su respuesta. La empresa queda en la incertidumbre, sin saber si aguardar directrices o si proceder de forma autónoma. La destreza profesional permanece intacta, pero la esfera emocional se desequilibra.

La autodisciplina no se manifiesta a los treinta o cuarenta años; se cultiva mucho antes. Durante la adolescencia, adquirimos la habilidad de manejar impulsos, temores y frustraciones fundamentales. Algunos individuos forjan un mecanismo de contención, mientras que otros optan por una vía de evasión. Numerosos adultos continúan respondiendo con los mismos patrones de comportamiento que exhibían a los quince años, cuando temían cometer errores en público. En la mayoría de las organizaciones, esta cuestión no se aborda, considerándose un asunto personal. Sin embargo, su impacto es tangible: genera distorsión. Cuando un rol crucial no maneja adecuadamente sus emociones, el funcionamiento general del sistema se ve afectado. Los empleados dejan de debatir ideas y comienzan a anticipar qué decisión podría apaciguar mejor la atmósfera. La conversación se desvía del problema subyacente para centrarse en el ambiente general.

La autorregulación no se trata de la personalidad ni de la rectitud moral. Más bien, es una competencia práctica, tan valiosa como la priorización o la administración financiera. Mantener una compostura emocional constante facilita que los demás operen sin interrupciones. En última instancia, esto resulta en menos distracciones y una mayor agudeza mental para todos. Lo que distingue a un líder eficaz no son sus títulos ni su intelecto. Es la falta de volatilidad emocional. La certeza de que no oscilará entre el optimismo y la desesperación en un corto período. Que sus decisiones no estarán impulsadas por el miedo, la euforia o la vanidad. Ser predecible no implica rigidez ni falta de profundidad. Significa que sus respuestas no alteran la estabilidad del grupo. El autocontrol no implica reprimir los sentimientos, sino comprenderlos a tiempo para evitar que dicten nuestras acciones. Es la aptitud para diferenciar entre un impulso inmediato y una reacción constructiva.

Quien se gobierna a sí mismo no es menos cálido ni más severo; simplemente evita operar de forma automática. Conserva una pequeña brecha entre el estímulo y su respuesta, y es en ese espacio donde reside gran parte de su efectividad. Poseer autocontrol tampoco implica existir en una serenidad forzada. Significa preservar, aun bajo tensión, una cierta lucidez interior. No se deja llevar por la premura emocional del instante. Y esto permite encarar escenarios complicados, adoptar resoluciones impopulares o corregir el rumbo sin sentirse en peligro. El autocontrol no es una cualidad innata: es una práctica habitual. Y como tal, debemos cultivarlo.