Nos decían que si usábamos demasiado la calculadora nunca aprenderíamos a sumar. Luego vinieron los correctores ortográficos. Los GPS. Las apps para recordar contraseñas. Y poco a poco, sin darnos cuenta, fuimos delegando. Pensar, memorizar, incluso decidir… ya no hacía falta. Había herramientas para eso.
Y ahora ha llegado la inteligencia artificial.
No para ayudarte con un cálculo. No para corregirte una coma. Para tomar decisiones. Diseñar ideas. Recomendarte cómo actuar ante una ruptura. O una pérdida. O una crisis existencial.
Un estudio del MIT, titulado The Effect of Language Models on Human Cognitive Processing asegura que el uso intensivo de modelos como ChatGPT puede reducir hasta un 47 % la conectividad neuronal en tareas que exigen pensamiento complejo. Es decir, pensaríamos menos, de forma más superficial y con menor esfuerzo cognitivo. ¿Exageración? Puede ser. Pero también se dijo algo parecido cuando llegaron las calculadoras, y no iban tan desencaminados: no hemos olvidado sumar, pero sí hemos dejado de hacerlo.
Un joven reflexiona ante su ordenador portátil
La cuestión ya no es si la IA puede hacernos más tontos. La cuestión es cuándo empezamos a pensar que no valía la pena pensar. Cuándo dejamos de ver el esfuerzo intelectual como una virtud y empezamos a verlo como algo que podemos delegar. Según un estudio del Instituto de Internet de la Universidad de Oxford, cada vez más personas usan la inteligencia artificial como apoyo emocional o brújula vital. Se consulta a la IA sobre decisiones personales, dilemas morales, incluso sobre el sentido de la vida. Se ha convertido en un rebote existencial: ¿Qué hago con mi vida? ¿Qué carrera elijo? ¿Cómo supero esta ruptura?
Pero delegar el pensamiento no solo empobrece la mente. Atrofia también la voluntad. Porque decidir no es solo razonar: es asumir consecuencias, tolerar incertidumbres, equivocarse. Y si dejamos que un algoritmo tome esas decisiones por nosotros, ¿en qué momento dejamos de ser individuos para convertirnos en usuarios?
Y no se trata solo de adultos. Los niños están creciendo con tutores de IA. Aplicaciones que enseñan, entretienen, corrigen, calman. Lo hacen con paciencia infinita y sin perder nunca los nervios. ¿Qué pasará si prefieren aprender con una IA antes que con sus profesores, o ser consolados por ella antes que por sus padres? ¿Seremos capaces de competir como humanos con algo que lo hace todo “mejor”?
El Wall Street Journal, en su artículo AI Makes Research Easy. That Might Be a Problem, ya alertaba de una tendencia preocupante: la IA se está volviendo tan buena en tareas como investigar o redactar trabajos académicos que los estudiantes podrían dejar de aprender a investigar por su cuenta. En otras palabras: se pierde la habilidad antes de que sepamos que la hemos perdido.
Es cierto que cada avance tecnológico ha venido acompañado de alarmas. Que si los libros, que si la tele, que si los móviles. Y aquí estamos. Pero esta vez hay una diferencia: la IA no solo nos entretiene o nos asiste. También piensa por nosotros. Decide por nosotros. Incluso siente por nosotros.
Y si no aprendemos a ponerle límites, llegará un punto en que no sabremos ya ni qué significa pensar. Ni decidir. Ni sentir. Ni ser.
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