Unamuno, sobre la verdad

Unamuno, sobre la verdad
Profesor de IESE

Augusto es el protagonista de Niebla , la clásica novela de Miguel de Unamuno. En uno de sus reiterados monólogos interiores, Augusto nos dice: “No hay más verdad que la vida fisiológica. La palabra, este producto social, se ha hecho para mentir. Le he oído a nuestro filósofo que la verdad es, como la palabra, un producto social, lo que creen todos, y creyéndolo se entienden”. Unamuno publicó Niebla hace más de un siglo, pero su perspicaz observación resuena con fuerza hoy, en la era
de las redes sociales. Nos ayuda a comprender cuestiones como el movimiento antivacunas y el papel de la ciencia en nuestra sociedad.

También la proliferación de teorías conspirativas. Una estadística reciente indica que una tercera parte de los españoles cree que la cura del cáncer existe, pero no se hace pública por intereses comerciales. El dato es aterrador. La proporción es parecida para el conjunto de Europa, si bien en países como Suecia baja hasta el 8%, y sube hasta el 55% en Grecia. Una explicación plausible es que la población desconfía de los gobernantes y las empresas. De hecho, la evidencia muestra que los países en los que la ciudadanía cree más en teorías conspirativas son precisamente aquellos en los que hay una menor confianza en las instituciones, públicas y privadas. La gente no cree que persigan el bien común. Sin embargo, los movimientos acientíficos y las teorías conspirativas reflejan algo más. Una desconfianza en la ciencia que, como señaló Jonathan Rauch, es un recelo sobre cómo se construye el conocimiento en nuestra sociedad. Sobre el uso de la razón, el método científico y las instituciones y normas, escritas o no, mediante las cuales los seres humanos acumulamos conocimiento, en búsqueda de la verdad.

Acientíficos

El auge conspirativo refleja un recelo profundo hacia la forma en que se crea el conocimiento en nuestra sociedad

Hace ya tiempo que me inquieta esta cuestión. ¿Cómo es posible que, en pleno siglo XXI, tras décadas de acceso a la educación superior de nuevas generaciones, nos encontremos con un cuestionamiento creciente de la evidencia científica? ¿Incluso con su uso partidista en sociedades cada vez más polarizadas? Tal vez lo que ha ocurrido es que la formación universitaria se ha centrado en unos objetivos erróneos o, como mínimo, incompletos. Heredera de la Ilustración, la universidad moderna ha enfatizado la racionalidad y, más recientemente, las habilidades que demandaba el mercado: las ciencias experimentales, las ingenierías y otras disciplinas orientadas a la gestión. Quizás hemos olvidado algo que filósofos de aquel tiempo, como David Hume, ya resaltaron: que a las personas nos mueven tanto la razón como la emoción y que, muy a menudo, la primera es esclava de la segunda. La educación que ha faltado ha sido una educación en valores como la responsabilidad, el respeto, la autonomía personal, la generosidad y la tolerancia. Si hubiéramos aprendido a controlar nuestras emociones, seguramente seríamos más sabios y sabríamos aceptar, colectivamente, los dictados de la razón y la evidencia científica.

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