En Brest, el viento golpeaba las velas del Idec Sport, donde ocho mujeres se preparaban para desafiar al mar en una vuelta al mundo sin escalas, mientras que en Deir al-Balah, las manos palestinas repartían comida entre ruinas y esperanza, mientras el humo del conflicto se mezclaba con el olor a pan recién hecho.
En Barcelona, la Universidad Autónoma de Barcelona se convirtió en escenario de gritos y banderas: independentistas, policías y simpatizantes de Vito Quiles se enfrentaron por la gira de este mismo. Afuera, algunos observaban desde la distancia, incrédulos ante cómo el debate se transformaba en un choque de ideologías.
En Kandahar, los talibanes caminaban entre los restos de un coche destruido tras los combates con Pakistán. En Hanói, la rutina seguía: un barbero cortaba el cabello en la calle y una vendedora ambulante ofrecía frutas bajo el sol húmedo del sudeste asiático.
En Nairobi, el país lloraba a Raila Odinga. Miles huían entre gases lacrimógenos y disparos mientras un helicóptero levantaba polvo sobre el duelo colectivo. En los márgenes, algunos se inclinaban ante su ataúd, otros corrían, asustados, entre los ecos del pasado.
En Indianápolis, los colores del otoño cubrían los árboles mientras pescadores cruzaban el lago en silencio. En Washington, activistas tiraban de una cuerda imaginaria por el futuro del planeta. En Calcuta, un artesano daba vida a la diosa Kali antes de Diwali, y en Sinsheim, las nubes se posaban sobre el castillo de Steinsberg como si el tiempo se hubiera detenido.






















