La fecha del 28 de mayo de 722 ha devenido con el correr de los siglos en hito fundamental del calendario histórico español. Canonizada por el gran medievalista Claudio Sánchez-Albornoz, la victoria que ese día alcanzaron los hombres del mítico don Pelayo sobre los invasores árabes en Covadonga habría supuesto no solo el inicio de la Reconquista, sino el nexo de unión, sin solución de continuidad, entre la tradición hispanovisigoda de la monarquía de Toledo y el nuevo reino cristiano de Asturias y sus sucesores, León y Castilla.
Sin embargo, esta mitificada y simple visión, que hasta hace unos pocos decenios figuraba en nuestras enciclopedias y libros de texto, ha sido contestada por numerosos historiadores. No solo por aquellos que han modificado la fecha en cuestión, trasladándola a 718, 734 o 754, sino por quienes han rebajado su nivel a una simple escaramuza, e incluso por quienes niegan su existencia, como es el caso del catedrático y medievalista José Luis Corral. Empecemos, pues, por determinar los hechos más o menos contrastados.
Asturias y la invasión musulmana
Tras la derrota del ejército del rey visigodo don Rodrigo en la batalla de Guadalete, entre el 19 y el 26 de julio de 711, el reino de Toledo se desmoronó. Ciertamente, hubo una segunda batalla de relevancia cerca de Écija, y los musulmanes recurrieron a sitios para expugnar ciudades como Sevilla, Córdoba o Mérida, así como a numerosos pactos, como el firmado con el noble Teodomiro dos años después.
Pero tras la caída de Toledo en manos de las tropas de Tariq ibn Ziyad (712), la estructura política del reino visigodo podía considerarse ya disuelta, por lo que los musulmanes solo tuvieron que enfrentarse a dispersos y débiles núcleos de resistencia.

Don Rodrigo, rey de los visigodos
Hacia el año 713, los invasores habrían alcanzado el extremo occidental de la península y nombrado un gobernador en Gijón. Se trataba del bereber Otman ben Neza, Munuza en las fuentes, cuya filiación no está clara, dado que algunos autores le han atribuido un origen persa o bizantino.
Sea como fuere, este personaje habría llegado a un cierto entendimiento con la nobleza asturiana para evitar en lo posible episodios bélicos, dado lo limitado de sus propias fuerzas, en una abrupta región que no interesaba demasiado a los jefes árabes. Preocupados por dilucidar sus luchas internas y proseguir su expansión por territorio franco, aquellos la habían cedido a los bereberes en su enconada disputa por ver quién se hacía con la mayor parte del pastel hispano.
En la Asturias de aquellos años, que superaba los límites geográficos de la actual comunidad autónoma y estaba poco cristianizada, se mantenían aún muchas tradiciones de origen celta, que propiciaban la pervivencia del poder local. En puridad, ni romanos, ni suevos, ni visigodos habían dominado completamente la región, sino que se habían conformado con un laxo control que impidiera el secular avance de esas gentes hacia el sur y permitiera la recaudación de impuestos.
La especial orografía del territorio pudo motivar, además, su fragmentación política, conformando múltiples poderes locales que rivalizaban entre ellos y que solo nominalmente podían ser considerados integrantes de la estructura política del reino visigodo de Toledo. Así lo habrían heredado los nuevos dominadores musulmanes.

Lagos de Covadonga, ubicados en Asturias
En torno a 718, un aumento de impuestos para los cristianos y judíos decretado por el gobernador Anbasa ibn Suhaym al-Kalbi, valí omeya de la provincia de Al-Ándalus, pudo ser considerado por la población autóctona como una ruptura unilateral de lo acordado años atrás.
Aparecieron las primeras señales de resistencia en la zona, escenario de una intermitente guerra de guerrillas. Sin embargo, el asunto fue tomado como un tema menor por los gobernantes cordobeses, que, al menos al principio, no enviaron más tropas para aplacar la incipiente rebelión. Fue entonces, y no antes, cuando se comenzó a hablar de Pelayo.
Don Pelayo y Covadonga
No está claro quién fue Pelayo, ni existen fuentes fidedignas para establecerlo. Probablemente se tratara de un noble de origen romano-astur que habría sido espatario (miembro de la guardia y a la vez cortesano) de los reyes visigodos Witiza y Rodrigo.
Si bien las fuentes cristianas lo declaran hijo del duque Favila y nieto del rey Chindasvinto, en un forzado intento por establecer una conexión fehaciente entre los reinos de Toledo y Asturias, la mayoría de los historiadores actuales lo consideran de origen astur, tal como aparece en las fuentes musulmanas.
Un escrito del siglo X mantiene que Pelayo fue enviado a Córdoba, como tantos otros rehenes, a fin de asegurar la sumisión de la nobleza regional. Pero también se señala que detrás estarían las maquinaciones de Munuza para quitárselo de encima, dado que se trataba del cabeza de familia, con la intención de aquel de casarse con su hermana.
Como sea, ese texto confirmaría que era un personaje de cierta importancia. Su partida habría ocurrido durante el gobierno del valí Al-Hurr ibn al-Rahman al-Thaqafi (716-719), mientras que la subrepticia vuelta a su Asturias natal, donde contaba con contactos y apoyos, cabría situarla en torno a 717.

Retrato de don Pelayo, por Luis de Madrazo
Pelayo se habría puesto a su regreso al frente de la revuelta, que los musulmanes intentaron sofocar con su fracasada detención en Brece, cerca de Cangas de Onís. Lo intentaron aprovechando unas negociaciones que nos permiten vislumbrar que no se trataba de una guerra abierta, sino más bien de pequeños enfrentamientos seguidos de períodos de distensión que se habrían extendido durante meses.
En todo caso, Pelayo era el líder, aunque sus fuerzas no debían de superar los dos o tres centenares de hombres, cifra acorde con la escasa densidad demográfica de la región.
Probablemente, el creciente y negativo cariz de los acontecimientos obligó al emir Anbasa a enviar una importante fuerza para acabar con la rebelión. Al mando del general Alqama, esta pudo contar con entre mil y dos mil hombres (la escasa relevancia del conflicto sugiere que no hubo muchos más), que a buen seguro partieron de Astorga.
Esto obligó a Pelayo y los suyos a abandonar el valle de Güeña para refugiarse en la cueva de Enna, en el monte Auseva, donde fue ratificado como jefe. Se trataba de un lugar de difícil acceso y fácil defensa.
A la llegada de las tropas musulmanas se produjo el enfrentamiento. La lucha debió de comenzar con el lanzamiento de flechas, proyectiles de hondas y piedras por parte de los astures, a los que los atacantes responderían con sus arcos y fundíbalos (hondas sujetas a un palo que les daban un mayor alcance).

La cueva de Covadonga
Una vez desorganizadas las líneas musulmanas, las fuerzas astures debieron de asaltar la parte final de la columna enemiga, que, incapaz de maniobrar por lo angosto del terreno, se vio impelida a seguir adelante. Los musulmanes escaparon hacia los picos de Europa, sin dejar de ser hostigados, hasta llegar a Cosgaya. Allí la mayor parte se vieron sepultados por un alud, no sabemos si natural o provocado, en las faldas del monte Subiedes, ya en Cantabria.
La construcción del mito
No se trató, pues, de una gran batalla, aunque tampoco de una escaramuza sin más. Su trascendencia vino dada no por la cantidad de fuerzas contendientes, sino porque fue la primera vez que la población indígena venció a una hueste invasora relativamente potente.
El éxito aseguró la pervivencia de la rebelión y conllevó el abandono de una parte de la región por los bereberes, tal como demuestra la marcha de Munuza de Gijón en dirección a León para no ser copado. El nombramiento de Pelayo como “princeps”, que no como rey, y su pacto con los también rebeldes cántabros del dux Pedro sentaron las bases de una nueva entidad política que se concretó en el reino de Asturias.
La magnificación de estos sucesos fue posterior. Debe achacarse al rey asturiano Alfonso III (852-910), en su deseo de legitimar su dinastía en unos momentos de inestabilidad sucesoria. Para ello, se habrían confeccionado en la corte ovetense unas crónicas que, más allá de lo sucedido, incorporaban relatos de clara influencia clásica y bíblica, como esos 187.000 soldados atribuidos a las huestes islámicas frente a los 300 cristianos –imagen que nos recuerda a la gesta de Leónidas y sus 300 espartanos en la batalla de las Termópilas–, con el fin de afianzar su dinastía entroncándola con los reyes visigodos.