¿Esto es corrupción? En la Edad Media tal vez no estarían de acuerdo

Vida pública

Lo mismo que nos altera hoy del comportamiento de líderes políticos o figuras públicas no resultaba tan escandaloso en otros momentos de la historia, lo que demuestra lo elástico del concepto de corrupción

José Luis Ábalos, Santos Cerdán y Koldo García

José Luis Ábalos, Santos Cerdán y Koldo García, tres de los más recientes investigados en casos de corrupción política en España

Efe

Cualquiera que siga las noticias sabe que la corrupción es una de las inquietudes más acuciantes de los españoles. Según el barómetro del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), constituye la segunda preocupación ciudadana, solo superada por el acceso a la vivienda. Los casos Cerdán y Koldo/Ábalos, que implican supuestas adjudicaciones de obra pública, son solo los ejemplos más recientes de posible fraude en la alta política española.

Pero la corrupción no solo afecta a las cúspides del poder, como señalan Carlos Barciela y Miguel Ángel del Arco en la presentación de un dossier sobre este fenómeno en la España contemporánea (Hispania Nova, n.º 16, 2018). También “se extiende por todas las extremidades de los estados, por las relaciones económicas y sociales entre los seres humanos”.

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Lo que pocos se paran a pensar es que nos encontramos ante un concepto cambiante a lo largo de los siglos. Cada sociedad define las prácticas que se estigmatizan como corruptas. En la actualidad nos indignamos si un jefe de Estado se aprovecha del dinero público, pero en la Edad Media un rey no tenía ese problema. La Hacienda pertenecía a la Corona, y el monarca tenía todo el derecho a hacer lo que quisiera con un dinero que era suyo. Es importante captar esta evolución a la hora de hacer historia para no caer en visiones anacrónicas.

Ni nepotismo ni soborno

En la actualidad, la venta de un puesto de funcionario nos parecería escandalosa. Sin embargo, en la Edad Media y en la Edad Moderna, el Estado ponía a la venta cargos públicos para financiar sus gastos. No era una práctica clandestina. Se hacía a plena luz del día porque nadie entendía que fuera ilegítima. Al final, sucedía lo que tenía que suceder: los beneficiados, para recuperar la inversión, hacían todo lo posible para lucrarse con su cargo. La idoneidad para el puesto era un criterio a tener en cuenta, pero no el único, ni por fuerza el más importante. En ese sentido, era la aristocracia la que acaparaba los oficios relacionados con el Ejército.

En cuanto al nepotismo, no siempre ha suscitado la indignación que provoca ahora. En otros tiempos, la lealtad del individuo no se debía al Estado, sino a la persona que ejercía la autoridad. Se consideraba lógico que la persona con poder buscara a sus colaborares entre los miembros de la familia, porque era más difícil que estos, por sus vínculos de sangre, le traicionaran.

Un vasallo arrodillado homenajea a su señor, sentado, mientras un escribiente toma nota

Un vasallo arrodillado homenajea a su señor, sentado, mientras un escribiente toma nota

Dominio público

El soborno tampoco tuvo siempre mala prensa. Podía entenderse como un medio legítimo de facilitar los tratos. Lo comprobamos en la España imperial, donde, como en otros países, se entendía que el dinero abría puertas. En el siglo XVI, el célebre Antonio Pérez no topó con demasiados inconvenientes mientras se enriquecía como ministro de Felipe II. El rey solo reaccionó contra él cuando se vio implicado en cuestiones como el asesinato de Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria, hermanastro del monarca.

En el siglo siguiente, el duque de Lerma, favorito de Felipe III, pasaría a la historia como el paradigma de la corrupción. Aunque ciertamente no fue el más honrado de los estadistas, vale la pena considerar las precisiones de su biógrafo Antonio Feros (El duque de Lerma: realeza y privanza en la España de Felipe III, 2002). Este historiador apunta que en la época no se produjo un salto cuantitativo o cualitativo en los asuntos turbios de los políticos. El propio Lerma no veía su enriquecimiento como algo censurable, sino como un producto natural de su actividad como servidor del rey.

Retrato ecuestre del duque de Lerma, pintado durante la estancia de Rubens en Valladolid.

Retrato ecuestre del duque de Lerma, pintado durante la estancia de Rubens en Valladolid

Dominio público

El poder, en esos momentos, solo podía materializarse si se tenía capacidad para distribuir prebendas. Además, hay que recordar que la obligación principal de cualquier individuo era para con su propia familia. No obstante, también es cierto que los españoles de su tiempo acusaron al valido de beneficiarse indebidamente.

¿Dónde está el problema?

Hoy en día, por el contrario, distinguimos, al menos sobre el papel, entre lo público y lo privado. Corrupción sería aprovechar lo público para obtener beneficios privados. Sin embargo, en la práctica, seto admite muchas vertientes e interpretaciones. Por ejemplo, desde el siglo XIX, la izquierda ha buscado la raíz de la corrupción en el capitalismo. El sistema, al permitir la influencia de las empresas en la elaboración de las leyes, facilitaría la extensión de las prácticas indebidas.

En cambio, en las últimas décadas, la derecha ha invertido este punto de vista con la extensión de las ideas neoliberales. La corrupción, más que ser un producto del capitalismo, sería un obstáculo para su desarrollo. Esa era la óptica, por citar un autor relevante, de Mario Vargas Llosa: puesto que el Estado favorecía la mala praxis, el progreso pasaba por las privatizaciones y el auge de la sociedad civil.

Tampoco faltan los que afirman que la corrupción puede tener sus aspectos positivos. En un país con demasiadas trabas burocráticas, podría facilitar la actividad económica. También se ha dicho que, en un régimen dictatorial, los sobornos pueden suavizar la brutalidad del poder. Este sería el caso de Oskar Schindler, que compró voluntades en el Tercer Reich para defender a los judíos. Desde el punto de vista de la legislación nazi, el suyo constituía, sin duda, un acto corrupto. Sin embargo, desde la ética más elemental, las normas que se saltó eran inmorales.

¿Hay que denunciar la corrupción para salvar la democracia? La respuesta parece afirmativa a priori, pero deben formularse algunas cautelas. En los años veinte y treinta, los nazis y los comunistas coincidieron en denunciar tratos indebidos entre políticos y empresarios en la República de Weimar. El resultado fue la deslegitimación de las instituciones democráticas, con lo que, en último término, se facilitó el ascenso del Tercer Reich. Como señala el historiador Jens Ivo Engels en un artículo académico (“La nueva historia de la corrupción. Algunas reflexiones sobre la historiografía de la corrupción política en los siglos XIX y XX”. Ayer, n.º 115, 2019), “los fascistas italianos y los nacionalsocialistas alemanes fundamentaron su lucha contra la democracia liberal en el argumento de que los partidos y los diputados eran corruptos”.

El peligro de la patada al tablero

Esto quiere decir que la lucha contra los abusos de los representantes públicos es necesaria, pero puede resultar contraproducente si los agentes políticos persiguen objetivos que debilitan el propio sistema. Se trata de que el hipotético remedio no sea peor que la enfermedad.

Una cosa es la corrupción como realidad objetiva y otra el modo en el que la percibimos. Su existencia, real o imaginada, se convierte en una poderosa arma contra los rivales políticos. Los corruptos, por definición, siempre son los demás. Los representantes de un sistema cualquiera buscan legitimarse denunciando las supuestas actuaciones improcedentes de sus predecesores. Así, el régimen liberal, en el siglo XIX, identificó el Antiguo Régimen con la corrupción.

Caricatura del siglo XIX satirizando la corrupción política

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Dominio público

Hay denuncias auténticas contra la corrupción y otras que son falsas. En los últimos años se ha puesto de moda el término lawfare para referirse al uso indebido de los mecanismos de la justicia contra los enemigos políticos. Una demostración contundente la encontramos en Brasil, donde Luiz Inácio Lula da Silva fue encarcelado por delitos de corrupción que no había cometido. La justicia federal, finalmente, anuló la condena.

Sin embargo, también puede darse el caso de que los partidos denuncien un supuesto lawfare para tapar sus propios escándalos y presentarse como víctimas. Distinguir la realidad de la ficción, en cualquier caso, no resulta tarea fácil. Los historiadores del futuro van a tener mucho trabajo. La corrupción es un término elástico que abarca un gran abanico de situaciones y puede instrumentalizarse con una facilidad pasmosa. 

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