El mismo día del cumpleaños de Carlos V, el 24 de febrero de 1525, las tropas españolas conseguían una aplastante victoria en la ciudad italiana de Pavía frente a su gran enemigo, el rey francés Francisco I. Su impacto fue inmediato en toda Europa, ocupando desde muy pronto un papel clave en la construcción ideológica del emperador como un héroe invencible.
La importancia del choque fue fundamental. Marcó el momento culminante en el pulso mantenido entre los Valois y los Habsburgo por el dominio de Italia, paso imprescindible para tomar el control de la Europa occidental. Por otra parte, la batalla de Pavía supuso el símbolo del fin de una época y el compendio de un período de transición en la forma de hacer la guerra.
Se puso de manifiesto el ocaso de la caballería pesada como arma hegemónica en la guerra medieval, frente a los soldados de infantería, dotados de armas de fuego. La caballería francesa, la mejor fuerza militar de Europa, fue abatida en pocos minutos por infantes españoles equipados con arcabuces. La misma arma que tres años atrás, en Bicoca, en un choque de menor envergadura, ya había sentenciado a las falanges suizas, demostraba de nuevo su poderío.
Cuando el rey Carlos I se convirtió en heredero del Sacro Imperio, Francisco I, para contrarrestar el poder de su enemigo, se anexionó el ducado de Milán. Tal acción desencadenó la llamada guerra Italiana, conocida también como la de los Cuatro Años. En ese contexto, los españoles vencieron en la mencionada batalla de Bicoca (1522) y en la del Sesia (1523), pero no pudieron evitar que las tropas galas tomasen la ciudad de Milán.

El rey Francisco I
Tras la derrota, los españoles se dirigieron a Pavía, a 40 km al sur. El ejército francés les siguió y comenzó el asedio. Levantada a orillas del Tesino, uno de los afluentes del río Po, la ciudad contaba con una muralla medieval coronada por el majestuoso castillo Visconteo. Al norte, protegido por un muro perimetral de veintiún kilómetros de largo, se encontraba un inmenso parque, coto de caza de la familia Sforza, en cuyo centro se situaba una torre de caza fortificada, el castillo de Mirabello.
Las huestes francesas, un potente ejército en el que destacaban la caballería pesada, la artillería y los mercenarios suizos, iniciaron el cerco. A pesar de que a las tropas imperiales se les debían sus pagas y se temía un amotinamiento inminente, evitado cuando el gobernador Antonio de Leyva ordenó la confiscación de la plata de las iglesias, Francisco I se topó con una férrea defensa.
Comienza la batalla
Se contuvo a los franceses el tiempo suficiente para que los refuerzos pudieran llegar. Carlos V envió al marqués de Pescara, don Fernando de Ávalos, con trece mil lansquenetes alemanes y seis mil infantes de los tercios españoles. Tras varios días de escaramuzas, los hombres de Pescara empezaban a desmoralizarse. Don Fernando reaccionó con una ardiente y elocuente arenga a sus tropas, en la que, además de destacar su honorable compromiso como soldados españoles, añadió: “Hijos míos, todo el poder del emperador no basta para darnos mañana un solo pan. El único sitio donde podemos encontrarlo en abundancia es en el campamento de los franceses”.
Aprovechando la oscuridad de la noche, alrededor de las cuatro de la madrugada del 24 de febrero, a través de la brecha que los zapadores habían abierto en el muro norte, penetraron en las posiciones francesas con una arriesgada acción conocida por los españoles como “encamisada”, debido a que llevaban camisas blancas sobre las armaduras para distinguirse en la noche.
Al mismo tiempo, tres mil arcabuceros, al frente del marqués del Vasto, primo de Pescara, tomaban por sorpresa el castillo de Mirabello. La artillería gala, sorprendida, reaccionó tarde. Alertado, Francisco I ordenó a su temible caballería pesada, cuya leyenda afirmaba que su carga era imparable, salir al encuentro de las tropas imperiales. Una tormenta de plomo, procedente de los arcabuceros castellanos, emboscados en una zona boscosa, barrió el grueso de la formidable fuerza de choque. Aprovechando el momento de desconcierto de la caballería francesa, cuyos jinetes eran en su mayoría gentilhombres que portaban armadura completa, lanza y daga, Antonio de Leyva y sus infantes arremetieron contra ellos. La caballería imperial se encargó de aniquilar casi por completo a lo que quedaba de las monturas enemigas.
Prisionero real
La magnitud de la derrota recorrió Europa. Las cifras eran mareantes: diez mil soldados franceses y suizos muertos y tres mil prisioneros, entre los cuales se contaban nombres ilustres de la nobleza como Saluzzo, Montmorency (que, años después, volvería a caer en manos españolas en la batalla de San Quintín), Enrique de Navarra y hasta el mismo soberano Francisco I. En su detención, que no fue fruto de la casualidad, participaron tres jinetes españoles, Alonso Pita da Veiga, Diego de Ávila y Juan de Urbieta. Tras darse cuenta de la presencia del francés, fueron directos a por él en sus cabalgaduras y lo derribaron matándole el caballo.

'Captura del Rey Francisco I en la Batalla de Pavía' (1681), por Jan Erasmus Quellinus
Al mismo tiempo, la infantería suiza, alemana e italiana, al servicio de los franceses, fue aniquilada por los lansquenetes, ayudados por los hombres de Leyva. Muchos de estos soldados, desesperados, murieron ahogados al intentar cruzar las heladas aguas del río Tesino, cuyo puente había sido destruido. Las pérdidas imperiales no superaron los quinientos hombres entre muertos y heridos, entre ellos, el marqués de Pescara, quien, según escribió a Carlos V, recibió “tres heridas harto enojosas que los suizos me dieron”. Cerca de los tres mil hombres capturados, en su mayoría suizos, fueron puestos en libertad a cambio de la promesa de no volver a servir contra el Imperio.
El apresamiento en el campo de batalla del cristianísimo monarca marcó un nuevo hito en el particular duelo que libraba con el emperador. Si bien la batalla de Pavía no supuso el fin de las guerras de Italia, sí que dejó en poder imperial Milán, y con ello toda Lombardía, de forma definitiva. Francisco I pasaría su cautiverio primero en Italia y luego en España. El emperador accedió a su liberación concertando previamente unas capitulaciones de paz que se concretarían en el Tratado de Madrid de 1526.
Mediante este acuerdo, el francés se comprometía a entregar el ducado de Borgoña, renunciando, además, a sus derechos en Italia, especialmente, los de Nápoles y Milán. La paz habría de sellarse con el matrimonio del monarca galo y doña Leonor, hermana de Carlos, viuda de Manuel I de Portugal. A fin de asegurar lo pactado, los hijos del rey de Francia quedarían como rehenes del vencedor.
En marzo de 1526, el rey cristianísimo volvía a Francia tras ser liberado. Mientras tanto, su madre, Luisa de Saboya, había ido tejiendo un frente en contra de los Habsburgo formado por Francia, el papa Clemente VII, Venecia, Florencia y Francesco II Sforza, el desterrado duque de Milán: la conocida como Liga de Cognac o Liga Clementina, destinada a combatir la hegemonía española en Italia. Con el apoyo de estos aliados, Francisco I pudo desdecirse de todo lo pactado en Madrid, aduciendo que el tratado carecía de valor al haber sido firmado bajo coacción. De este modo, el enfrentamiento entre ambos soberanos comenzó de nuevo.
Campaña de comunicación
La victoria en Pavía debía ser aprovechada por la maquinaria propagandística imperial. Para un Carlos V elegido césar en fechas recientes y pendiente de coronar por el papa, con su poder discutido en muy diversos frentes (comunidades y germanías, protestantismo, presiones turcas, tensiones territoriales en Italia y Alemania), representaba un importante golpe de efecto que debía servir para borrar cualquier duda acerca de su liderazgo y proyecto político para la cristiandad.
En este sentido, tan brillante logro, que coincidió con la fecha del cumpleaños del césar, representó para Carlos V su primer gran triunfo bélico pocos años después de su elección imperial. La rotundidad del éxito carolino fue acogida con un desmedido entusiasmo, como una obra de la voluntad divina. Dios habría elegido a Carlos V, el emperador, para hacer su voluntad en la Tierra, uniendo a la cristiandad occidental bajo su égida en la lucha contra el infiel. En este sentido se expresaba el humanista y escritor Alfonso de Valdés (1490-1532) en su Relación de la batalla de Pavía.

'El Papa Clemente VII y el Emperador Carlos V a caballo bajo un dosel', de Jacopo Ligozzi (1580)
Además, aparecieron panfletos impresos en italiano, francés, holandés o alemán, todo ello perfectamente utilizado para proyectar un mesianismo providencialista en torno a la figura de Carlos, en un momento en el que el reinado carecía todavía de estabilidad. La difusión del éxito mediante pronunciamientos oficiales, relaciones de sucesos, hojas volantes, romances, obras de teatro, etc., llegó a todo el Imperio, incluido, por supuesto, Flandes, donde Erasmo de Rotterdam o Juan Luis Vives se hicieron eco de tal acontecimiento en algunas de sus cartas.
Al mismo tiempo, aparecieron innumerables manifestaciones artísticas, desde canciones y panfletos con toscos grabados para las clases más populares a refinados tapices o piezas de joyería, además de estampas, arneses de guerra, pinturas, medallas, dibujos, etc. En el campo de las bellas artes, destacó la creación de dos magníficos conjuntos artísticos referidos al triunfo de Pavía: la gran chimenea del “Franc” de Brujas, sede central del condado de Flandes, y la serie de paños ricos regalados por los Estados Generales flamencos al césar en marzo de 1531, conservados hoy en el Museo de Capodimonte (Nápoles).
Desde el otro lado
Por su parte, en el país vecino, tras la estrepitosa derrota se abrió una profunda crisis interna que afectó a todos los órdenes: social, territorial, económico y político. El inesperado y estrepitoso fracaso militar, vivido de forma humillante, desató una ola de desánimo que recorrió todo el reino. El pueblo percibía a su máximo líder como alguien vencido, humillado y, por si fuera poco, preso. Incluso se puso en tela de juicio la capacidad de la máxima autoridad. Se podría decir, utilizando la terminología actual, que la opinión pública se encontraba dividida a favor o en contra a la hora de defender la figura del rey. Hubo tumultos, y llegaron a temerse rebeliones e incluso la invasión de territorios fronterizos con un ejército mermado y desmoralizado.
Restablecer el honor y el orgullo de Francisco se convirtió en un asunto de Estado. No obstante, las cosas no mejoraron cuando regresó a sus tierras, y el anuncio de que no cumpliría los términos del acuerdo de Madrid agravó la polémica. Apareció un número importante de opúsculos y libelos en ambas direcciones, unos defendiendo a capa y espada a su rey, presentándolo como un héroe víctima de la injusticia y severidad del emperador, que incluso estando enfermo y en prisión no dejó de preocuparse por su pueblo y su familia. Otros, indignados, reprochándole el incumplimiento de la palabra dada, signo inequívoco de debilidad.
Fueron años convulsos que parecían anunciar tiempos en los que se sucederían acontecimientos de gran calado, como el saco de Roma, la Paz de Cambrai o la coronación de Carlos de Habsburgo, asimismo un 24 de febrero, como rey de los romanos y electo emperador del Sacro Imperio Romano por su santidad Clemente VII, llamado a diseñar un nuevo orden en el Occidente cristiano.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 683 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a [email protected].