Los salones, es decir, las reuniones de artistas e intelectuales en las que se discutía, se polemizaba o simplemente se conversaba marcaron la vida social de la Ilustración. A lo largo del siglo XVIII, fueron muchas las damas nobles o burguesas que abrieron sus mansiones a la ciencia, la literatura o el arte.
Las damas ilustradas, sintiéndose ignoradas por sus compañeros varones, decidieron utilizar el papel que la sociedad les concedía, es decir, el de dueñas y señoras de sus hogares, para conseguir tener voz, si no voto, en los estamentos intelectuales de su siglo.
La nómina de nombres femeninos que ejercieron su papel como exquisitas anfitrionas es notable. Algunas, como la salonnière francesa madame Geoffrin, no dudaron en retratarse en su salón rodeadas de personalidades como Voltaire, Diderot o Benjamin Franklin. No fue ese el caso de la suiza Julie Bondeli, quien se negó a ser retratada y prefirió pasar a la posteridad por su legado, tanto en forma de obra propia como de una profusa correspondencia con los pensadores más ilustres de su tiempo.
La condena del físico
Lo cierto es que, tras ese empeño por no dejar rastro de su fisonomía, se escondía el desagrado por su físico, una inquietud absurda pero que, en todas las épocas, ha condicionado en mayor o menor medida a buena parte del sexo femenino. Una auténtica tiranía, la de la belleza, de la que se libraban mejor los varones, pero que relegaba a un segundo plano a toda mujer poco agraciada, lo que, en muchas ocasiones, favorecía el ascenso social de otras sin más cualidades que un hermoso rostro.
En el caso de Julie Bondeli, esta situación se evidenció con el fracaso de su única relación amorosa, la que mantuvo con el poeta y pensador alemán Christoph Martin Wieland, quien, tras romper con Julie, escribió a su amigo Johann Georg Zimmermann: “Aunque son muchos sus encantos, no puedo seguir a su lado, puesto que no es todo lo hermosa que deseo en una mujer”, palabras que no tardaron en llegar hasta Julie.
Retrato de Christoph Martin Wieland
Consciente, pues, del posible ostracismo social a que podían condenarla su silueta menuda y frágil, en una época donde triunfaban las formas rotundas, o su tez picada de viruela, Julie quiso ser recordada solo por su obra. “No quiero que me pinten –escribió–, no quiero dejar rastro en dibujos o grabados. Bien sabe Dios cómo me gustaría que mis ojos fueran simétricos a fin de no parecer un silogismo a estudiar en un tratado de fisonomía”.
Solo su amiga, la escritora alemana Sophie La Roche, consiguió que Julie le enviase un pequeño retrato, posiblemente más complaciente que real, el único que se conserva de la pensadora suiza.
Una precoz intelectual
Julie había nacido en Berna el 1 de enero de 1732, en una de las familias más importantes de la ciudad. Nieta de Emmanuel Bondeli, que habia sido senador de la república helvética, su padre, Frédéric Bondeli, fue miembro del Consejo de Estado. Pero, sobre todo, la familia Bondeli, amante de la cultura y las artes, empleó su considerable fortuna en ejercer de mecenas. Asi pues, Julia nació y creció en un ambiente idóneo, en el que se hizo con una considerable formación intelectual en filosofía, artes y ciencias.
Su delicada constitución física hizo que permaneciera recluida en la finca que su familia tenía en Köniz, al sur de Berna, siempre guardando reposo y consagrada al estudio y la lectura. En su aprendizaje la acompañaron excelentes docentes, como el escritor Samuel Henzi, quien la instruyó en el pensamiento racional y tolerante del que Julie siempre hizo gala y quien despertó su amor por la filosofía, las matemáticas y las ciencias naturales.
Parece ser que el aire puro y la vida retirada en Köniz contribuyeron a mejorar su estado físico, y, apenas salida de la adolescencia, ya recuperada de sus dolencias infantiles, Julie se instaló en Berna, donde causó sensación tanto por sus conocimientos como por su capacidad para la conversación, sus dotes de anfitriona y sus refinados modales. Pese a todo ello, su falta de atractivos físicos era la comidilla de la vida social de la capital suiza.
Mujer inteligente, Julie decidió superar esos prejuicios para mostrar sus cualidades intelectuales, abriendo, en 1754, un salón en Berna que frecuentaron algunos de los talentos más preclaros que residían o visitaban la ciudad. Entre los más asiduos se encontraban el filósofo Vincent Bernard Tscharner, el economista Johann Rudolf Tschiffeli, el geógrafo Jean Rodolphe Sinner o mujeres de letras como Albertine de Saussure o Suzanne Curchod, esposa del que fuera ministro de Finanzas de Luis XVI, Jacques Necker.
Retrato de Suzanne Curchod
Por encima de la impronta alemana, la influencia de la cultura francesa era innegable en las actividades que se llevaban a cabo en el salón. Tanto que se llegó formar una cour d’amour al estilo del medievo francés, en la que Julie reinó como señora absoluta, pese a que sus intereses estaban lejos de la literatura y la poesía y mucho más cerca de las ciencias y el espíritu crítico de la filosofia enciclopedista.
Un corresponsal llamado Rousseau
Este interés por el pensamiento racionalista del Siglo de las Luces se vio alentado por la presencia fugaz en su salón de un pensador suizo llegado desde París: Jean-Jacques Rousseau. Afines en pensamiento y aficiones, cuando el filósofo se instaló en Môtiers en 1763, siguió carteándose con Julie.
La voluminosa correspondencia entre ambos es un auténtico tratado filosófico, en el que intercambiaron sus criterios sobe la moral y la metafísica con un rigor extraordinario que pone de manifiesto el nivel intelectual de Bondeli y su parelelismo con la filosofía de Rousseau.
No obstante, el salón no tuvo una vida excesivamente larga, ni encontró quien lo continuara cuando, en 1767, Julie decidió cerrarlo. La muerte de su madre ese mismo año la sumió en una profunda depresión, y decidió retirarse a Neuchâtel, a orillas del lago homónimo. Sola, habiendo fallecido sus padres, sin hermanos y con una salud siempre delicada, buscó la compañía de una amiga de la infancia, Henriette Sandoz, que residía en la ciudad junto con su familia. Allí falleció el 8 de agosto de 1778.
Durante sus últimos años, su vida social e intelectual se limitó a los intercambios epistolares. Una profusa correspondencia en la que expresaba su pensamiento e insistía en su “interés por el devenir de la humanidad y especialmente de mi propio sexo”.
Pintura de Charles Gabriel Lemonnier que representa la lectura de una tragedia de Voltaire, por entonces en el exilio, en el salón literario de madame Geoffrin en París
Sus destinatarios o remitentes se contaban entre las personalidades más ilustres del momento, tanto entre la intelectualidad francesa como alemana. Es el mayor legado de una mujer que supo cómo vencer los prejuicios sociales de una sociedad que anteponía la belleza física de la mujer a su inteligencia o sus cualidades morales.


